Les vamos a confesar lo que pensamos sobre ese hombre sirio y su afición por apuñalar a unos niños. Necios como somos, acostumbrados a escribir artículos sobre cosas intrascendentes y a utilizar desmañadamente el sarcasmo para tratar de arrancar una sonrisa al lector, nos resulta especialmente complicado trazar hoy estas líneas. Hay en toda tragedia unos límites, hay determinados sucesos que no admiten el cinismo, que casan mal con la sátira, que no toleran siquiera la metáfora.
Lo que pensamos sobre este sirio y su inclinación por apuñalar a unos niños indefensos es que el mundo ha fracasado. Ese mundo que tanto nos hemos esforzado por teñir de bondad y de justicia, que tanto nos hemos empeñado, a contracorriente, en hacer de él un lugar inclusivo donde todas las inquietudes, donde cualquier sensibilidad, donde las más diversas ideologías pudieran encontrar un espacio, ha fracasado. Los nobles y bienintencionados deseos de hermandad y concordia han fracasado. El mundo, tal y como lo conocemos, o como soñábamos llegar a conocer, ha fracasado estrepitosamente.
El mismo día en que ocurrieron estos hechos, hubo personas que, valiéndose de sus altavoces públicos, se apresuraron a justificar el atentado. Utilizaron, sin sonrojarse, toda clase de atenuantes y calculados argumentos, que podríamos resumir en dos sencillas palabras: pobre sirio. En las redes sociales —termómetro y desagüe emocional del pueblo—, a un mismo tiempo, y como grotesco equilibrio y previsible contrapartida, se destilaron un odio y una tan encendida rabia hacia el agresor, que hicieron avergonzar incluso a los grandes y habituados odiadores. Nosotros no vamos a valorar las causas que supuestamente justifiquen esta hazaña, esta complacencia en apuñalar a unos niños pequeños, y tampoco vamos a esgrimir las soluciones con que teóricamente podrían atajarse sucesos similares, y, mucho menos, vamos a ofrecer una pista sobre cuál tendría que ser el castigo. Entendemos que es muy sencillo proferir un alarido cuando el dolor nos desgarra tan profundamente las entrañas.
El sirio, que por un momento debió de creerse Aquiles en los campos de Troya, no solo estaba atentando contra unos niños indefensos, estaba atentando también contra la virginal inocencia del mundo entero, contra la ilusión, contra la esperanza, contra la ternura más conmovedora, contra la más genuina y más pura y cristalina esencia del universo, contra lo más sagrado. Existen determinados horrores que de ningún modo podemos contemplar a través del cristal de ninguna ideología, de ninguna preferencia personal, de ninguna religión. Hay demonios abominables que aborrecen el amor, la amistad, la convivencia pacífica, cuyas únicas aspiraciones son el caos y la aniquilación del ser humano, y debemos combatirlos amparados en el sentido común, cualesquiera que sean sus raíces o sus fanáticas convicciones.
Nos aventuramos ahora a rematar este torpe artículo con una reflexión que, siendo asaz repugnante y tramposa, también consideramos singularmente pertinente: ¿se imagina usted que este sirio, incluido en las listas de un partido político, se presentara dentro de unos años a unas elecciones democráticas?
Comentarios