Muchos de nosotros somos hijos del aburrimiento. Fuimos concebidos, qué magníficas hordas, en las entretelas de una noche insípida, bajo el terciopelo del más terrible hastío. Se fecundaba con languidez, por pura desgana. Se decoraba el hogar con racimos de adorables criaturas. Las viviendas que se adquirían eran seleccionadas y preferidas en función del número de niños que la monotonía y las horas muertas, de encendidos grises, habían de ayudar a procrear. Muchos de nosotros somos el fruto entrañable de una cópula mecánica y prosaica, de un pasatiempo tedioso con que se rellenaba una incómoda e inacabable porción del día. Hasta que llegó la tele.

Hemos jugado en la calle a voz en grito, nos hemos perseguido ardientemente, chicos y chicas, empujados por el torbellino agotador de la adolescencia. Saltábamos a la comba y rescatábamos a la mujer de nuestros sueños de su prisión en el torreón imaginario. Jugar en la esquina, con el bocadillo entre las manos, era vivir dos veces. Se nos desgarraban las rodillas y el pantalón, y el corazón nos latía como un tambor de fiesta, sufríamos por amor pueril y llorábamos de gamberra alegría. Ay, si el gato nos hubiera devuelto las pedradas. Ay, si la hija del panadero nos hubiera devuelto el verso primerizo. Hasta que llegó el teléfono móvil.

Qué tiempos aquellos cuando los parques eran un patio de recreo de la pubertad, cuando había risas en voz alta, cuando había reproches amorosos en voz alta, cuando uno encontraba animada fraternidad en voz alta. Hoy puede verse a siete muchachos sentados ordenadamente en un mismo banco, con el espinazo doblado y la nariz reptando sobre una pantalla de cristal, en riguroso silencio fúnebre. Hoy puede contemplarse a siete chiquillas sentadas ordenadamente en un mismo banco, embelesadas, pegadas a la pantalla luminosa, suspirando por el rapero y por su gorra: «Baby ke te agarro el kuloooo…» Cuánto cortejo ruidoso hallábamos antes en las calles al volver las esquinas o junto a los portales. Se derramaba aquí y allá un ‘yo te quiero’ destartalado y sincero —patético, poco afinado, pero sincero—. Hoy, por el contrario, puede verse a las parejas caminando con aire sonámbulo y la cerviz torcida, y el morro de ambos apretado contra el cristal de la pantalla. Aterra hoy vislumbrar los silencios largos y vacíos, la risa forzada y aislada, el vínculo digital permanente sobre el que desarrollar la conversación, el pánico a la intimidad sin el apoyo, sin el madero al que aferrarse en mitad del naufragio. El televisor de ayer es el teléfono móvil de hoy. ¿Podríamos establecer una correlación entre el hocico adherido a la pantalla y la pobre tasa de natalidad? Quisiera uno aventurarse, por diversión, a afirmar que sí.

Por qué hacer el amor cuando se puede entretener el espíritu viendo vídeos de graciosas mascotas. Por qué estrechar en un abrazo a tu familia cuando puedes enviar un dibujito a través del teléfono. Por qué tomar de la mano a la persona que se sienta junto a ti, cuando puedes besarla virtualmente a través del móvil. Para qué vivir, idiota, cuando se puede navegar por la red.