Qué sencillo resulta burlarse abiertamente de las tradiciones más arraigadas. Con qué facilidad brinca la mofa de mesa en mesa, anudando lazos de infamia. Poco parece importar el tesón de un gran número de personas por mantener encendida la llama de un rito milenario. Somos culpables de prolongar el alegre chascarrillo en las esquinas y de auparlo con afilada socarronería.

Nos reímos de la suegra del novio, que se ha vestido como si pretendiese camuflarse en un campo de girasoles. Nos reímos del abuelo de la novia, que en el transcurso de la ceremonia se contonea con la bragueta abierta; en el banquete se duerme, y entierra la inmensa nariz en una porción de tarta. Nos reímos de los zapatos de los invitados, del peinado imposible de las invitadas y de la sospechosa presencia de esa amiga misteriosa del prometido. Aguardamos con traviesa impaciencia a que la cuñada resbale en la marmórea escalinata y acabe patas arriba, con las nalgas al aire, o a que el padre de la novia se emborrache inmoderadamente y termine avergonzando a su hija, aferrado al micrófono. Si se forma una rencilla entre primos hermanos, las risas disimuladas brotan venenosamente en los rostros de ardientes mejillas. Si el tío del novio la emprende a puñetazos con un pariente de Antequera, se celebra con hurras y aplausos. En la penumbra de un rincón, se analiza malignamente la tripita de la novia, y se hacen cuentas con los dedos para calcular los meses de embarazo, y hasta se especula con la paternidad. Se echa pestes de la calidad de los entremeses, se desdeña el pedigrí del rodaballo y se contempla despectivamente al trasluz la loncha de jamón. Hay un ambiente de encrespado atrevimiento, se vilipendia con alborozo, a toda costa, la dignidad del enlace, y se persigue el defecto hasta en el pormenor más absurdo. Bajo la acartonada máscara de una sonrisa felona, se critica con cruel ensañamiento el color de la corbata del novio, el ensanchado trasero de la novia o la ridícula redondez de los anillos.

Pero más allá de la teatralidad de la ceremonia, de la disposición de los platos o de los habituales estallidos de júbilo, dejando a un lado el empeño pueril de los invitados por alentar el sarcasmo y buscar con afán los tres pies al gato, podría uno detenerse a examinar esos pequeños detalles que, a primera vista, se muestran inapreciables, y que atesoran una delicada y conmovedora ternura: la ilusión chispeante en los ojos de la novia, la emoción sincera que desprende cada uno de los ademanes del novio, el estremecimiento en la mirada del padre de la novia, el ligero temblor en las manos de la madre del novio, que por todos los medios trata de encubrir; la radiante y desbordada alegría que transmiten los abuelos, para quienes esta unión es un motivo de esperanza en el futuro.

En una boda, más allá del irreverente y ruidoso juicio que la multitud emite con injustificado menosprecio, podremos advertir, si prestamos la suficiente atención, el más bello y desnudo amor, la más honesta felicidad, que todavía hoy sobrenadan, contra viento y marea, empecinadamente y ajenos al veredicto desalmado de los idiotas, en el corazón puro y sensible de algunas personas.