A poco que uno pinche con un tenedor la invisible burbuja que lo rodea, podrá comprobar que los gruesos ríos de hiel que serpentean por los cauces sinuosos de la nube —ese almacén imaginario que viene a ser como un cajón de sastre de la informática— no son, ni mucho menos, tan amenazadores ni violentos como habíamos pensado, como habíamos temido, y que están, estos torrentes de cobarde vocinglería, muy lejos de desbordarse. La crispación que se encuentra diariamente en la red —ese patio de recreo virtual que viene a ser como el jardín paradisíaco de los parias— no se corresponde, ni mucho menos, con el verdadero clima que se respira habitualmente en la calle, con el ambiente real, con la atmósfera palpable. Si uno hiciera caso del refulgente filo de espadas que advierte en el ciberespacio, si se tomara en serio hasta la última consigna enfurecida con que los tontos tratan de intimidar a quienes no comparten sus ideas aborregadas, saldríamos todos al ruedo urbano, por fuerza, embutidos en preciosas armaduras de bronce. Las ciudades arderían alegre y continuamente como rastrojos de campo.


Conviene señalar estas cosas, y conviene hacerlo a menudo, para rebajar el insalubre espíritu de exasperación doméstica: en la calle no existe nada parecido a lo que se halla en las publicaciones de internet. Algo similar ocurre, permítasenos la equiparación, con ese curioso desdoblamiento de personalidad que se observa en el afable individuo que camina desenfadado por entre unas tiernas tomateras y en ese mismo individuo, minutos después, acomodado tras el volante de su automóvil: el dulce angelito y su repentina transformación en diablo cornudo de lengua desatada. Cuánta amabilidad frente al portal de casa, cediendo el paso casi prosternado ante sus vecinos, insistiendo con admirable cortesía, y qué derroche de encendida agresividad tras el volante. Qué dos enfrentadas y asombrosas caras de la moneda en un mismo embalaje. Jekyll y el señor Hyde. El vehículo —trinchera segura e inexpugnable— vendría a ser, rematemos aquí nuestra tesis, el recipiente de la anónima publicación, la red social donde se deposita el tuit miserable, el crisol donde se destila la faceta más salvaje de nuestra personalidad: internet es el automóvil donde nos convertimos en demonios.


Es innegable, por otra parte, que anida en la sociedad un deplorable porcentaje de ovejas negras. No podemos refutar, sería absurdo, que en ocasiones asoma el pescuezo un inoportuno zoquete con ánimo de aguar la fiesta. Pero estos groseros patanes, cuyo propósito es desgarrar a todo trance el sereno clima de urbanidad, siempre han estado ahí, entre nosotros, mucho antes —siglos antes— de que surgieran los mundos virtuales. Lo que sí aseguramos es que no existe una proporción real entre la crispación amplificada de las redes y el malestar ocasional de la calle. No se da, en ningún caso, la suficiente equivalencia. Insistimos, una vez más, en que, si así fuera, las ciudades arderían permanentemente como hogueras de San Juan.


En internet, basta publicar el más inocente ‘buenos días’ para arrancar al instante los más biliosos insultos —no exentos por lo general, admitámoslo, de encomiable ingenio—. ¿Encontramos algún sentido? No. ¿Atisbamos alguna lógica? En absoluto. ¿Puede entenderse un simple saludo como una provocación? Desde luego que no. ¿Una aislada opinión personal es suficiente para desatar una guerra ideológica? No sería deseable. Pero el anonimato, amigo mío, es la coraza del cobarde, es el emblema y escudo de armas del pusilánime, del cagón envalentonado. Y la capacidad de debatir con inteligencia, por añadidura, cada vez más erosionada por las nuevas hordas de ignorantes, es un auténtico e inmenso drama.