Ya sea por un noble y pedagógico interés, por una voluntad diseccionadora y minuciosa, por un exagerado afán explicativo o por puro aburrimiento, es habitual y recurrente hablar de las últimas generaciones, de las últimas camadas sociales, y, muy en particular, de sus visibles debilidades. Se las compara una y otra vez con las generaciones de épocas inmediatamente anteriores, las de sus padres, las de sus abuelos, incluso las de sus bisabuelos, en algunos casos. Se exhibe con trazo grueso el dibujo garabateado y grotesco de las notables diferencias, de las enormes disimilitudes existentes entre ambos contextos históricos y su inevitable influencia en el individuo, haciendo hincapié, con especial saña y mala baba, en la singular y violácea flojera con que fácilmente se identifica a los jóvenes de hoy.
Se ha escrito mucho sobre los abultados privilegios de que estas generaciones se han rodeado permanentemente, se ha señalado en numerosas ocasiones que la juventud actual —también la de la época de papá y mamá— se ha criado en una desmedida abundancia, en un inconveniente y lánguido tiempo de paz —inconveniente, se apunta, para el adecuado desarrollo personal—; se ha insistido hasta la saciedad en que, debido a una blindada y absurda sobreprotección, nuestros jóvenes son ahora personas mimadas y extremadamente frágiles. Se hacen chistes, se escenifican en las redes sociales algunos ejemplos muy graciosos sobre las desemejanzas en el comportamiento de unas y otras generaciones: un nacido en los 70, pongamos por caso, tropieza y cae al suelo, pero se levanta de un salto y se golpea el pecho como un gorila; un nacido en el nuevo milenio tropieza también, y se desploma, y rueda por la alfombra mullida, y se deshace en desolado llanto. Nada tan divertido como subrayar las vergonzosas flaquezas del otro.
El universo, no obstante, con sus cíclicos períodos caprichosos, no exentos de un apasionante sentido del humor, ha derribado las puertas de un encendido puntapié para cambiarlo todo y abismarnos dramáticamente en un presente revelador, en una era incierta y erizada de peligros que equilibra, por fuerza, todos aquellos privilegios pasados. Cuánto nos fortalece hoy, y nos aleja de la blandura, vivir con la constante y tozuda sensación de que en cualquier momento —mientras se acuclilla uno en el bidé, por ejemplo— nos va a caer en la cabeza un bombazo con la etiqueta de Moscú pegada en la panza. Cuánto endurece nuestra coraza personal, es admirable, recorrer cada amanecer las orillas de este mundo azaroso y variable, y sentir en los pies desnudos el oleaje obstinado de gripes y virus mortales. Cómo nos libera de la detestable frivolidad y nos transforma hoy en mejores personas, amigo mío, en personas fuertes, el puñal penetrante de la inflación: retornamos devotamente al pan duro con ardientes lágrimas de gozo y la factura de la luz entre los dientes, con el corazón henchido de gratitud y el estómago desinflado.
La debilidad se cura con apocalipsis ceñudos de quita y pon, con presagios envenenados de mil colores, con augurios de nuevas guerras y de violentos cambios en el clima. Todo por nuestro bien, por robustecernos, por apartar la flojera, por enderezar la crianza de los jóvenes. Vaticinios terribles de ciudades inundadas, de escasez, de fascismos melónicos y de hambrunas. Y viruelas del mono y de la mona, que, aun vestida de seda, viruela se queda.
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