La más perfecta impresión 3D que puede hallarse en estos tiempos es la de un hijo. La tecnología más puntera, con su animado y constante impulso, trata de igualar el resultado, pero está muy lejos de alcanzar la originalidad de esta copia, si se le permite a un servidor la atrevida contradicción. Los avances en realidad virtual, que también empujan lo suyo, al igual que ocurre con las impresiones 3D, permanecen aún, por comparación, en un muy discreto segundo plano. La carrera tecnológica por emular la biología progresa adecuadamente, pero, todavía hoy, sin satisfacer por completo la ambición.
La impecable copia de sus padres que representa el hijo, y que se desarrollará después de manera autónoma, incorporando a su estructura primigenia el sucesivo aprendizaje y los matices variables del entorno —ríase usted de los más audaces y cableados sistemas informáticos, de sus toscos y grotescos artilugios en pañales—, es un prodigio de la naturaleza sin de parangón. La criatura, en un innato y ufano empeño por perpetuar la idiosincrasia de su estirpe, imita con apabullante precisión hasta el menor de los gestos de sus progenitores. Lo que, con buen criterio, podríamos considerar en un individuo una actitud grosera e incivilizada, para el niño es un estimulante ejemplo de correcto comportamiento. El hijo de esa persona maleducada, de ese individuo ordinario —su copia perfecta, su recipiente ansioso, su esponja anhelante—, tendrá a su progenitor por su modelo, por su brújula, y no se limitará solo a replicar su conducta, que encuentra muy divertida, sino que añadirá aspavientos y exabruptos de su propia cosecha.
Píntese usted con tinta infame y tricolor el brazo, el cuello y hasta la frente y los cuernos, y más tarde, cuando el niño alcance los ocho años y manifieste su lógico deseo por tatuarse también —por elogiar el admirado estilo de papá y mamá, por calcar lo que tanto idolatra—, intente convencerlo de que no es buena idea. Desprecie usted con alegría las más básicas normas de urbanidad, actúe como un patán en los ámbitos sociales, exagere las virtudes de la bebida, presuma de su filosofía despótica, pavonéese delante de sus hijos mientras pisotea las reglas —porque usted, qué duda cabe, es un alma libre, un espíritu sin ataduras que sobrevuela los embarrados campos del bien y del mal, un ingenioso merluzo—, y luego exija a los pequeños que se conduzcan en sociedad de manera civilizada.
En definitiva y como guinda del podrido pastel: acuda usted al colegio con andares torcidos, resoplando como un troglodita, y dé un puñetazo a la profesora en presencia de sus hijos, y, después, reprenda a sus retoños cuando, en casa, se comporten con agresividad. Laméntese usted en un futuro cuando descubra, demasiado tarde, que su propio proceder despreciable, sus modales de energúmeno silvestre han propiciado, inevitablemente, como era de esperar, que sus hijos se conviertan, como usted, en repugnantes y violentos salvajes. Pero échele la culpa al sistema, al capitalismo, al precio de los aguacates y al cambio climático.
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