El autor leonés Juan Pedro Aparicio ha obtenido a lo largo de su ascendente carrera literaria el aplauso unánime de la crítica. Su excelencia como escritor le ha llevado a ganar importantes premios en todos los géneros que cultiva: novela, ensayo, cuento y literatura de viajes. Su primer libro fue ‘El origen del mono y otros relatos’ (1975), al que siguió su novela ‘Lo que es del César’ (1981). Con ‘El año del francés’ (1986) consiguió un amplio reconocimiento, que se vio confirmado con la concesión del Premio Nadal en 1989 por ‘Retratos de ambigú’.
Su libro de viajes ‘El transcantábrico’ fue el origen de la puesta en marcha de un tren turístico que adoptó el mismo nombre. Y en 2005 recibió el Premio Setenil de Cuentos al mejor libro de relatos por ‘La vida en blanco’. En 2012, obtuvo el Premio Castilla y León de las Letras en reconocimiento al conjunto de su carrera.
Su labor como ensayista también se ha visto reconocida con el XXII Premio Internacional de Ensayo Jovellanos en 2016 por su obra ‘Cuchillos cachicuernos contra puñales dorados: ensayo sobre nuestro desamor a España’, que pese a su importancia apenas ha tenido repercusión.
Licenciado en Derecho y con estudios de periodismo, Aparicio ha sido director del Instituto Cervantes en Londres y comisario de la Conmemoración del 1100 Aniversario del Reino de León.
Junto a sus amigos, los escritores Luis Mateo Díez y José Antonio Merino, ha viajado por medio mundo con un ciclo literario de microrrelatos emulando la esencia de las veladas en las casas de montaña de León, cuando los habitantes de los pueblos aislados por las nevadas se dedicaban a contar cuentos. Y este género que tan bien conoce es el que ha centrado su último libro ‘Cien relatos cuánticos de la literatura clásica española’ publicado este año por Eolas.
Para hablar de esta obra, que tras un arduo trabajo extrae microrrelatos encerrados en las obras de grandes clásicos, Juan Pedro Aparicio estuvo en Casa Mediterráneo el pasado martes 17 de septiembre en el ciclo ‘Escritores y el Mediterráneo’ que moderó la editora Marina Vicente.
Su último libro es un volumen de microrrelatos titulado ‘Cien relatos cuánticos de la literatura clásica española’. ¿Qué son los relatos cuánticos?
Los relatos cuánticos es un modo que tengo de denominar a los microrrelatos y, como no soy fanático, unas veces los llamo microrrelatos y otras, relatos cuánticos. Los denomino así no por capricho, sino porque me parece un nombre que ayuda a entender mejor lo que son los microrrelatos. La terminología está tomada de la física subatómica, donde un cuanto es la cantidad mínima de energía que se precisa para hacerse visible.
Si la energía fuera el agua de una piscina y ésta estuviera vacía, si abrimos el grifo y sale el agua, lo que nosotros vemos es cómo aumenta de modo continuo. Mientras que en la física subatómica ese aumento se produce de modo discontinuo; es decir, imaginemos que hasta que no hubiera un litro no veríamos el agua. Así, saldrían un litro tras otro. Por eso la definición es el mínimo de energía que se precisa para hacerse visible, porque en la física subatómica la energía se presenta en paquetes, no de forma continua.
Entonces, eso llevado a la literatura y a los microrrelatos, para explicar muy bien cómo estos dependen mucho de lo que no está, de la elipsis, he establecido esa denominación. Y en paralelismo con la definición del cuántico de la física digo que un cuántico literario es el mínimo de narratividad que se precisa para hacerse visible. No vale que uno acumule palabras, cien, mil o dos mil, ya que si no hay narratividad no hay relato. Y aún con cinco o diez palabras puede haber relato, pero tiene que haber narratividad.
Su obra entonces, ¿recoge microrrelatos extraídos de obras escritas por grandes clásicos de la literatura española?
Eso es. Yo he tenido de libro de cabecera, aparte de ‘El Quijote’, una antología que me fascinaba de la literatura fantástica que hicieron Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, que habían extraído en algunos casos, incluso de libros de ensayo, unas cuantas líneas que formaban un relato. Esa idea la he tenido en el subconsciente durante mucho tiempo hasta que se me ocurrió hacer este libro de microrrelatos de la literatura clásica española, extrayendo de textos mayores de autores que son fundamentales para el conocimiento de nuestras literatura esas líneas que me parece que forman un relato, independientemente de que estén dentro de un contexto mucho mayor, donde tienen sustancia.
Luego he pensado que puede tener una cierta trascendencia y que podía ser usado en la pedagogía, porque vincula algo tan moderno como el microrrelato, que está tan de moda, que la gente practica y lee, con la literatura clásica. Y podría incentivar a los lectores de hoy y a los niños y jóvenes a buscar dentro de textos mayores microrrelatos. No es fácil, ¿eh? A mí me ha costado muchísimo.
Lo complicado debe ser encontrar un relato breve que se entienda sin su contexto.
Sí, es como sacar peces del mar. Hay que ir a pescar, encontrar el banco, sacarlos y que luego funcione, claro.
¿Qué autores ha escogido para su libro?
Es curioso, ya que estamos en Casa Mediterráneo. Un periodista asturiano que me hizo una entrevista cuando presenté el libro en Oviedo me dijo: Oye, ¿te has dado cuenta de que empiezas con un autor judío y acabas también con otro autor judío? El último es judío y valenciano, Max Aub, y el primero Pedro Alfonso, un judío aragonés del siglo XIII que escribe una historia muy bonita. Fue un casualidad. Busqué lo más remoto y lo más reciente. Lo más próximo, al tratarse de literatura clásica, llega hasta mediados del siglo XX.
Sale también Azorín, de quien rescato textos de los que me he enamorado, ‘El cautivo’, que forma parte de un cuento más largo y del que extraigo diez líneas y es una preciosidad. Del escritor de Monóvar también incluyo un texto de un enamoramiento, un flechazo en una estación, lo cual resulta curioso en un hombre del que yo tenía una imagen de flácido, pero que aquí muestra un ímpetu… La verdad es que resultó muy divertido, aunque muy esforzado, hacerlo.
Además, en el libro aparecen relatos de clásicos como Góngora o Cervantes, de quien hay diez, además bastante largos porque este autor era un cuentista maravilloso, aún en ‘El Quijote’. Por ejemplo, el episodio de los duques es una mina de cuentos. Sancho es un gran cuentista. Hay uno que dice ‘Cómo no se debe contar un cuento’ y muestra a Sancho hablando con digresiones continuas.
También están los Románticos, Bécquer, Espronceda, Cadalso, ‘La Celestina’, mi paisano Gil y Carrasco, el autor de la mejor novela histórica española… En fin, creo que todos los siglos están representados. Algunos más forzados que otros, porque yo quería sacarles, aunque no hubiera esa redondez del relato, como en el caso de Jovellanos, de quien incluyo un episodio de su Diario de viaje, que está un poco forzado, lo reconozco, pero me parece que tiene que estar ahí.
En el género del cuento ha colaborado con sus grandes amigos, los escritores Luis Mateo Díez y José María Merino, en un ciclo literario a tres voces titulado ‘Filandón’, con notable éxito. ¿En qué ha consistido esta iniciativa?
Filandón es una velada social que se hacía en las montañas de León cuando la nieve cerraba los caminos, en aquella época en la que no había televisión, ni radio, y en la que la gente se quedaba prácticamente incomunicada. Se reunían en las casas de más holgura de aquellas aldeas que tenían lo mínimo y la gente se contaba historias. Aparte de escuchar, para matar el tiempo y entretenerse, las mujeres hilaban, hacían lino, y los hombres hacían madreñas y trabajos con madera. Pero el nombre lo toma del “filar”, ya que en leonés la hache es una efe, de ahí, de “filar” (“hilar”) deriva “filandón”.
Nosotros, un poco como homenaje a las raíces, tomamos la palabra para señalar un marco, que es esa velada en la que se cuentan historias. Lo que hacíamos era leer nuestros cuentos de libros de microrrelatos. La clave del éxito que hemos tenido es que son cortitos. Al alternarnos y contar un poco cómo y por qué lo habíamos escrito, estábamos expresando mundos distintos, tanto en lo literario como en nuestras opiniones. Eso ha funcionado maravillosamente bien, desde que empezamos en Cartagena de Indias en el Hay Festival.
El esquema de actuación consiste en tres cuartos de hora de intervención y un cuarto de hora abierto al público, pero los asistentes se empeñaron en que siguiéramos contando cuentos, omitiendo las intervenciones de los asistentes, y esa ha sido la tónica por donde hemos ido. Hemos estado en Nueva York, Londres, Belgrado, Berlín, Cuba, México… y prácticamente por toda España, aunque no en Alicante. Siempre con ese éxito. Llevamos muchos años y alguno de nosotros tiene problemas para que nos podamos reunir los tres. Javier Hergueta (director de Casa Mediterráneo) nos propuso venir aquí, pero el hecho de que no pudiéramos hacerlo los tres lo ha ido posponiendo.
Uno de sus libros de viajes, a raíz de una travesía en tren, al que tituló ‘Transcantábrico’ dio origen a que un tren adoptara su mismo nombre. ¿Qué cuenta este libro y que supone para usted este hecho?
Ese libro lo escribí porque cuando estaba en el colegio veía pasar un tren, que era como el de las películas del Oeste, tan frecuentes en mi infancia. Era un trenecillo muy frágil, con los penachos de humo y su traqueteo. A veces se nos caía la pelota a la vía y no podíamos ir a por ella. Y pasaba ese tren, que iba de León a Bilbao. A mí me parecía un milagro que ese tren pudiera atravesar esas montañas. Entonces, me propuse ir hasta Bilbao en ese tren. Tardé mucho en cumplir esa promesa. Vivía en Madrid, estaba asentado, tenía hijos.
Pero un amigo, el hermano de Luis Mateo Díez, que era aficionado a la fotografía, se quiso sumar y nos fuimos a Bilbao y de allí cogimos el tren hasta León; hicimos el camino a la inversa. El libro en un principio yo lo quería titular ‘Viaje al Tren Hullero’, porque ese era el nombre del tren y el oficial era el ferrocarril de la Robla. Quería explicar el mundo del tren por dentro, pero el editor me dijo que ese título no vendía.
En el libro había recomendado hacer de ese tren, turístico, como había visto que se había realizado en Francia y en Inglaterra con trenes de vía estrecha. Pensé que aquí se podría hacer un tren transcantábrico, una palabra que no existía antes.
Como ya Franco había muerto, este tipo de propuestas tenía eco en una administración deseosa de hacer cosas. De modo que hicieron un tren turístico. En un principio a mí no me dijeron nada y cada vez que veía la publicidad, me enrabietaba un poco porque pensaba: Caray, esta gente ha tomado el nombre e incluso el tipo del letra del título del libro y no me ha dicho nada, ni gracias. Pero lo corrigieron después, me invitaron al viaje e incluso editaron el libro em inglés, en una edición de lujo. Sé que el tren es un éxito tal que tiene una ocupación del 94%. Lo han ampliado, ahora va de León a Bilbao y de allí a un lugar cerca de Compostela. Es una satisfacción para mí.
No obstante, nadie sabe que el Transcantábrico nace de mi libro, sólo unos pocos. Una periodista inglesa que vino invitada a conocer el tren escribió un artículo que decía que el viaje era estupendo, pero que lo mejor era mi libro, y señaló que no entendía por qué había tardado tanto tiempo en ser publicado en inglés. Esa fue otra gran satisfacción.
¿De los premios que ha recibido cuál ha sido el que más ilusión le ha hecho?
El de ensayo me hizo muy feliz y eso que no ha tenido eco. Periódicos que sacan esa noticia en portada y a dos columnas si se lo conceden a uno de sus colaboradores, en mi caso no lo publicaron, ni siquiera en digital. Bien es verdad que es un libro que va contra la ortodoxia de la enseñanza de la Historia española.
La Historia española está por hacer. Así como nosotros denunciamos el nacionalismo catalán y vasco, nos reímos de Sabino Arana y Torra, la historiografía española castellanista no es muy diferente; está sometida a la misma manipulación nacionalista orientada a esa Castilla que es la sustancia de España y eso no es verdad. Lo denuncio en ese libro que se llama, muy significativamente, “Nuestro desamor a España. Cuchillos cachicuernos contra puñales dorados”. Lo tomo de ese romance de la Jura de Santa Gadea, que es una burla casi, una patochada.
Cuando el Cid dice al Rey Alfonso VI de León: “Villanos te maten, Alonso, villanos, que no hidalgos, de las Asturias de Oviedo, que no sean castellanos; mátente con aguijadas, no con lanzas ni con dardos; con cuchillos cachicuernos, no con puñales dorados;(…)”. Esto siempre se ha entendido como que Castilla era popular y León, visigodo y retrógrado. Y no, lo que está definiendo en esos protagonistas que dice que van a matar al rey es al pueblo, su pueblo asturleonés que es humilde, que calza abarcas, que lleva paños rústicos, cuchillos cachicuernos… en contraposición a la nobleza castellana que lleva holandas, puñales dorados, zapatos con lazo. Y esa es la desgracia que tuvo el Reino de León, que era popular.
Ahora la UNESCO ha reconocido que en León nació en parlamentarismo, en 1188, y ésa era la política del Rey de León, el último, al que excomulgaron tres veces, con interdicción para el pueblo, no lo podían enterrar en sagrado… En la Edad Media eso era terrible. Además, el Papa les daba bula para derrocar al Rey. Es el Papa el gran enemigo del Reino de León y a su vez es el gran inventor y propulsor de la idea de Castilla como Cruzada, siguiendo la política de los normandos europeos, los franceses y los ingleses. Es una política intolerante, fanática, de confrontación. Todo esto, no con maximalismos, porque hay muchos matices, es mucho más complejo, pero si hubiera que definirlo por tendencias, ésas serían. Castilla asume ese papel y se inventan la “Casti-España”.
Durante su infancia en un colegio religioso vivió los años del franquismo, o como usted prefiere llamarlo, del nacionalcatolicismo, el cine fue un refugio ante la oscuridad y una válvula de escape hacia un mundo mucho más luminoso. ¿El cine fue algo determinante en su formación y en su proyección literaria?
Sí, yo era un cineasta tremendo. Veía dos películas al día. Creo que me salvó, como a tantos de mi generación. El cine era maravilloso en aquella España tan estrecha y tan ahogada, meterse en la sala y ver aquellas sociedades, aquel mundo, aquel dinamismo, aquellas relaciones, aquellas mujeres… era algo celestial.
Me conocía el nombre de los actores, de los directores, de los productores… todo. Hubo un momento en el que creo que era una enciclopedia viva del cine. Y en cambio era muy mal estudiante. En ese sentido, he echado mucho de menos la vida inglesa y su sistema. Hago una metáfora: el sistema español de selección de la persona consiste en hacerla pasar por un aro y éste en España es muy estrecho. Entonces, al pasar a las personas por ese aro, muchas quedan fuera. Y ésas son prácticamente deshechos de la sociedad; la sociedad no las quiere.
Yo estuve en un colegio donde este aro me echó. Tenían un sistema maniqueo: estaban los buenos y los malos. Yo estaba entre los de fuera del aro. En Inglaterra, donde he vivido mucho tiempo, es curioso. Aunque sea una sociedad con sus defectos y problemas tiene algo que es grandioso: el aro es flexible. Hay personalidades estrambóticas que pasan por el aro. ¿Por qué? Porque tienen una riqueza que no es la común y es la que ellos saben explotar.
Si uno ve la película ‘Imitation game’, Turing, el descubridor del código secreto de los nazis, era un tipo que en España, en mi colegio, hubiera estado por detrás de mí, no habría encajado. El sistema español no los absorbe, en eso es terriblemente cerrado. Y pierde personalidades. Lo veo por gente muy cercana a mí, que vale mucho y ha tenido que irse fuera. Y sigue siendo el defecto de España. Quienes han salido de ese tipo de colegios y han triunfado siempre han pertenecido a la ortodoxia, nunca se han convertido en creadores de algo importante para la sociedad. Nunca ha salido de ahí un Ramón y Cajal, ésos están fuera del aro.
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