Qué poco o nada comprende la juventud cuando recorre los primeros metros del espinoso sendero de la vida. La juventud, ignorante e impetuosa por naturaleza, obedece febrilmente a los más descabellados impulsos, a los idealismos más idealistas, a los ruidosos y atolondrados latidos de un corazón sin destetar. Aquello que la juventud percibe como un mundo equilibrado y justo —vislumbrado desde la atalaya de su tierno y tendencioso prisma—, es en realidad un mundo desigual, trufado de enormes atropellos. Por el contrario, la más atroz iniquidad, a sus ojos ebrios de ansia e inmediatez, podría ser, por ejemplo, que sus abuelos no consintieran en comprarle una vulgar bicicleta. La juventud desea con salvaje amaneramiento trazar una huella urgente e indeleble en el camino, inconsciente del viento traidor y ladino que pergeña y sopla más tarde la madurez, deformando dramáticamente el contorno de las pisadas.
La juventud vive permanentemente en la burbuja opaca de una rencilla, en el campo de batalla ilusorio de unos ideales pueriles que nada tienen que ver con el mundo crudo y real. La juventud encuentra adversarios y fantasmas en cada recodo de su infernal y atormentado laberinto. No en vano, el adolescente se rebela siempre contra sus progenitores: sus padres, luctuosa paradoja, son sus primeros enemigos, que se erigen, desolados y a su pesar, invariablemente, en repugnantes ogros. La juventud, que esgrime vociferante y con orgullo la colorida bandera de la tolerancia, acaba demostrando una y otra vez que es el espectro más intolerante y censor de la sociedad. La juventud pisotea los anhelos de los demás alegando siempre libertad y justicia. Es el huevo a medio freír, la tierna arcilla frágil e informe, la novela hueca, el libro huérfano de argumento.
Si a estos desaforados y resbaladizos mimbres añadimos, con amargo desaliento, los valores victimistas de esta estrepitosa época actual —la del tuit y el posado con desmesurada sonrisa—, en que una juventud sobreprotegida, privilegiada y pataleante actúa sin ceñirse a unas mínimas normas de conducta, el resultado es el de la más oscura y patética tragicomedia. Ocupar el sillón de un ministerio cuando no se conoce ni la menor y más sencilla noción de la vida, obliga forzosamente a echar a correr calle abajo con lo puesto. La juventud por definición es contraria a la moderación y al sentido común. Frustración y berrinche, y me lío el porro liberador bajo la amplia mesa institucional. Carpe diem. Justicia y dignidad social de lo que yo te diga. Visión idealizadora la mía, la buena, la única que cuenta. Doctrinas vendo y para mí no tengo. Váyanse al carajo los principios represores de la coherencia y la sensatez. Muéranse la prudencia y el orden, y viva el verso libre trazado sin esfuerzo. Y la litrona.
Un poeta perseguido por el pudor y el buen gusto, de sangrante y afilada pluma, envuelto en filosofía malsonante y eficaz —y a los poetas uno tiene que perdonárselo todo—, siempre que buscaba referir sus años mozos, decía: «Cuando yo era gilipollas…» Amén.
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