La fiesta democrática municipal asoma sus cuernos en el horizonte, y también los comicios autonómicos, engalanados ambos con vivo esplendor. Una jornada grande, gloriosa, prometedora. Los aspirantes, ávidos siempre de alfombra institucional y de acomodarse en el trono, se inflan a carretera estos días y revuélcanse en las arenas amarillas de la plaza con sonrisas de cartón, con calculada estrategia. Todo vale por capturar el voto. Cualquier cosa por atrapar la papeleta.
Muchas artimañas caben en este saco de feria: se exhibe un gran compromiso con el medio ambiente, las bocas rugen pregonando las nobles virtudes de una política verde y sostenible, pero la propaganda electoral, amigo mío, la vamos a enviar impresa en toneladas de papel. Un discreto paréntesis en ese tan bello compromiso ecológico, pues, mientras reventamos los buzones. Las ideas de partido con sangre entran. Es decir, con papel. Se le promete al vecino, una vez más, una campaña más, un tren con el que lleva soñando desde que no tenía dientes, un tren que llegará silbando y echando nubes de humo multicolor, el ferrocarril que lo hermanará con la capital y arribará al pueblo borracho de banderolas y confeti, el ansiado tren que traerá progreso y riqueza… Progreso y puñetas. Prometer hasta meter, José Luis. O, por mejor decir, hasta gobernar. En las diferentes autonomías, se antepone fundamentalmente el cálculo electoral a la satisfacción del pueblo. Se especula sórdidamente, dependiendo de la región, con el agua o con la sangre. Con la memoria o con la vergüenza. Se evalúa minuciosamente la repercusión en las urnas, y se actúa con sibilina ingeniería. El bienestar de la comunidad, el interés real de las gentes, la necesidad imperiosa de los vecinos… Todo esto importa un carajo en la mesa del despacho, en las penumbras del frío cónclave político.
Dónde está la deseable apuesta cultural de los partidos, nos preguntamos. La propuesta que atañe a la cultura con mayúsculas, es decir, a la cultura en que un pueblo siembra las semillas de su futuro. La cultura con letras en relieve que define un país, una orgullosa historia. Ahora bien, se cumple con esa cuota cultural con el singular homenaje a un maromo: cuatro hierros retorcidos y un bloque grosero de hormigón, aplausos y corrimiento de cortina. Se conmemora con una grotesca escultura la memoria arquitectónica de un fulano que elevó sobre el terreno, en la triste loma de un monte pelado, no una hermosa basílica, sino un celebrado lupanar. Ahí tiene usted la cultura.
El bofetón, el dato que avergüenza la enseñanza de este país, la noticia terrible de la deplorable comprensión lectora en los niños españoles, ¿no es acaso el primero de muchos futuros triunfos del Estado? ¿No es este, quizá, el firme y verdadero propósito: convertir al ciudadano en un necio cándido y manipulable? ¿No se trata, ostensiblemente, del sueño húmedo de cualquier gobierno —que ya ni se tiene la honrada decencia de disimular—, el de disponer a su antojo de irrisorias marionetas? Por el contrario, ¿existe un proyecto conjunto, al margen de cualquier ideología, una sólida propuesta que aspire a corregir este desastre educativo? Les vamos a desvelar la trama, vamos a echar por tierra el misterio: no, no lo hay, y de haberlo, sería un timo. Cuando se han presenciado ya bastantes sufragios, termina uno asomando la cabeza, por fuerza y a su despecho, entre las oscuras bambalinas, y descubre que allí, en los santuarios políticos, no hay más que corbatas aterciopeladas, no hay otra cosa que miseria moral, desmedida ambición personal y chascarrillos alegres de sobremesa.
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