Es considerablemente frecuente que una pareja se detenga frente a las lechugas, en el supermercado, y se pregunte por qué no ha decidido todavía tener un hijo, y es abrumadoramente común que se encuentre, con facilidad, más de una veintena de pretextos que justifiquen cabalmente el aplazamiento: nunca es el momento adecuado, nunca se tiene el sueldo suficiente, nunca se dispone del entorno apropiado, hace demasiado frío, o demasiado calor. Y de las lechugas se desliza uno a los congelados, y pelillos a la mar.
Cómo recibir y ocuparse de una criatura, por ejemplo, en un ambiente familiar que se presenta con asfixia, que se muestra tristemente patas arriba. «Si llega el niño, qué hacemos con tu madre, José Luis: en el cuarto de las escobas no cabe ni una cama de ochenta». Donde comen tres, hoy no comen ni dos. Estamos dividiendo la sopa de fideos en cucharadas famélicas, se está repartiendo la loncha de mortadela en tres trozos: o come el niño o comen los padres o come la abuela. Cría cuervos, que no podrán ni sacarte los ojos, porque los habrás empeñado para pagar la hipoteca.
El hijo coarta, por otra parte, la libertad de movimiento: nos hemos convencido de que los cuarenta son los nuevos veintitrés, de que la fiesta y las copas son religión exclusiva, de que la vida es una tómbola multicolor, de que un niño, ahora, sería un pesado lastre. Ya compaginaremos, mañana, la crianza de la criatura y los viajes del Imserso. Si aparece por sorpresa, lo dejamos con tu madre seis días a la semana, y el domingo con tu hermana. A menudo, no se trata del sueldo, sino del propósito de disfrutar ansiosamente de una cuarta juventud. La población envejece, pero ya lo resolverá la ciencia, ya inventarán el modo de cosechar niños en modernos campos de siembra. Tengo una vida, mire usted, y llego tarde.
Aterra profundamente, además, que este mundo egoísta, cambiante y embriagado de premura vaya a convertirse en el vasto jardín donde una criatura dé sus primeros pasos. Es muy probable que su primera palabra, pronunciada con delicada ternura, no sea «papá», sino «inflación». Aterra profundamente imaginar a un niño criándose en un sofá, a solas, con una pantalla en las manos, una estúpida pantalla permanente que lo aísla del mundo real y lo transforma en un autómata sin herramientas para socializar con éxito. Se está volviendo escena habitual que la abuela dé la croqueta al niño y el niño el antihipertensivo a la abuela. Chiquillos de cinco años que no juegan en los columpios por miedo a que los abuelitos se caigan del banco mientras esperan. Ya no distinguimos quién pasea a quién, ni quién da la merienda a quién.
Y es, también, desde el nacimiento del retoño, el natural pavor del ser humano a deshojar los días venideros, de por vida, con el corazón encogido, temiendo, cada minuto, que su criatura sufra cualquier percance, que el zarpazo traidor de una enfermedad lo desgarre. Aquellos que enarbolamos la bandera de la más triste incertidumbre saludamos, con sincera y conmovida admiración, a esas personas valientes que deciden, a pesar de todo, embarcarse en la hermosa creación de una familia.
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