Se nos ha inculcado desde pequeñitos que la familia es lo más grande que hay, que la familia es lo primero, que primero es la familia y después el Señor. Pero estos principios no se nos transmitieron en la mesa del comedor, mientras nos cogíamos de la mano y papá metía el cucharón en la olla del cocido, sino a través del televisor. No descubrimos la rueda si aseguramos que la verdadera educación, la única, le llega a uno en la vida a través de una pantalla. Pantallas abombadas y grisáceas otrora, feas como un demonio; pantallas especialmente pequeñitas en estos tiempos que corren. Estos valores los inculcaba antes el protagonista de una telenovela con un cigarro en la boca, entre hermosos viñedos; hoy los insufla un youtuber con el pelo de punta. De punta nos los pone a nosotros, todo sea dicho de paso.
Lo de llevar a la práctica esa cosa del amor por la familia bonita se toma más o menos en serio dependiendo del punto geográfico. En la España Republicana del Norte, por sus siglas ERN —región antes conocida como Cataluña—, exhibir la estima por la familia, en algunos casos, se vuelve tan vergonzoso como antaño lo fue tener un hijo tullido. Vergonzoso y arriesgado. Por culpa de la ideología, de la política, que todo lo contamina, que todo acaba pudriéndolo, y que en estas latitudes se ha convertido casi en gangrena, hay viviendas en cuyos salones se ha edificado un muro de contención, una suerte de muro de las lamentaciones con agujeros de bala y lacitos amarillos colgando alegremente como guirnaldas de fiesta patronal, y cenefas muy lindas, adornadas con detalles muy finos del concierto catalán, ese precioso estandarte del agravio comparativo. Allí, en esas trincheras de la infamia, las familias, divididas en maleteristas e invasores, en el mejor de los casos llegan a acuerdos de suaves treguas: media cena en catalán y media cena en español. El postre, cada uno en su cuarto. El nacionalismo no perdona ni a los niños, que encuentran en Pepa la porqueta —pronunciado purqueta— una mascota encantadora oriunda de Terrassa.
La familia es lo más grande que hay, qué duda cabe, pero esta sagrada grandeza comienza en esos felices días de la Primera Comunión y finaliza abruptamente con el reparto de la herencia: ahí se acaba lo grande, lo sublime, ahí terminan los arrumacos y las demostraciones vívidas de afecto fraternal. Ahí sale a flote esa cosa oscura, negra como un charco de petróleo y aun más repugnante, que llevamos oculta en el corazón. Debiéramos llamarlo ambición, envidia, codicia malsana, pero a esta ansia envenenada se la conoce generalmente como «lo mío, lo que me corresponde». En un reparto de los bienes, de considerarse injusto, de percibirse inaceptable, un hermano podría hundirle a otro en las costillas las tijeras de costura sin pestañear, sin que se le arrugue la camisa: sería capaz de perdonarte cualquier grave ofensa, cualquier injuria humillante, pero no me toques lo mío.
Qué bonita es la familia. Y cuántos elevados sentimientos nos brotan en las límpidas entrañas del alma.
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