Si pudiéramos introducirnos de puntillas en el hogar de un niño maltratado, si tuviésemos la oportunidad y el valor de contemplar la crudeza de su desdicha, observaríamos, conmovidos, cómo la criatura aprovecha la momentánea y plácida soledad de la casa para afanarse en reconstruir su pequeña trinchera de almohadones. Para el niño, no existe en el ancho mundo tan hermoso e inexpugnable castillo. Allí se siente seguro, se siente protegido, pues es su suave fortaleza un refugio al que no podrá acceder el monstruo. Allí, entre blandos y mullidos cimientos, se siente feliz. Allí, las heridas ya no le duelen.
En ocasiones, con letra demasiado rizada e ilegible, con pausados y tiernos trazos, escribe a su mamá. Son cartas que ella no recibirá nunca, porque el correo no alcanza a llegar donde está su madre. El pequeño, con encendido entusiasmo, le cuenta todo lo que aprende en el colegio, los amigos con los que juega en el recreo, y elude, para no preocuparla, cualquier referencia al monstruo. Su instinto prematuro lo hace comprender, además, que es innecesario referir las numerosas jornadas que han transcurrido sin acudir a la escuela. El mejor momento del día, le confiesa, es cuando duerme, cuando sueña. A su manera, con sencillas palabras, relata a mamá esa idílica fantasía que halla en los sueños, tan distinta de su rutina, donde un abrazo sincero lo cobija, donde un beso en la mejilla colorea con vivos matices el oscuro lienzo de su existencia.
Si pudiésemos penetrar sigilosamente en el hogar de un niño maltratado, si tuviéramos la suficiente entereza como para contemplar el rigor de su desgracia, observaríamos, con el alma desgarrada, cómo la criatura se estremece, cómo se tensa su minúsculo cuerpecillo con el sonido de las pisadas abominables, y con qué facilidad, al desplomarse la noche, destruye papá la preciosa trinchera de almohadones, con qué facilidad captura el monstruo a ese pequeño soberano oculto en su frágil fortaleza, en su hermoso castillo. Los golpes, por reiterados, ya no lastiman al pequeño. Cuando el monstruo se aleje, olvidará el incómodo sobresalto y repondrá con urgencia la sonrisa. Un rey, bien lo sabe, debe ser valiente. Su payasito de madera, súbdito preferente en la fortaleza, está temblando en un rincón, muerto de miedo, y el niño lo toma en sus manos y lo besa, y lo convence, con efusivas muestras de amor, de que no hay razones para sentir temor.
En ocasiones, con esperanzas demasiado rizadas e ilegibles, con pausados y tiernos anhelos, el niño imagina un universo luminoso. En sus sueños, lejos del monstruo y de sus golpes, el pequeño esboza un jardín donde poder jugar libremente con sus amigos, a quienes tanto añora. Fuera del alcance de la cobarde alimaña, inmerso en su poderosa e invencible fantasía, el niño recorre a grandes pasos la más bella orilla de una inmensa y soleada playa, donde su payasito de madera, a su lado, muerto de risa, le contagia una insoportable alegría.
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