Qué noble y gran objetivo, qué digna aspiración, qué magnífica empresa llevamos a cabo tratando de esquivar el paso del tiempo. Tratando de esquivar, en concreto, los efectos demoledores del paso del tiempo en nuestro cuerpo, en nuestra fisonomía. Qué gran propósito y qué soberbia ingenuidad, por otra parte. Intentar engañar a la muerte y elevar la estúpida creencia de que podemos ser eternamente jóvenes, empeñarnos en la certeza, con argumentos pueriles, con eufóricas conjeturas, de que lograremos lucir externamente jóvenes. De que la cirugía, fementida aliada, podrá ayudarnos a posponer nuestro inevitable envejecimiento y alterar esa inclinación natural e irremediable hacia la tumba.
He aquí una simpática y terrible paradoja: en el mismo instante en que usted, por decirlo así, acude al taller mecánico, se encienden todas las alarmas sociales. Cuando la vecina se plastifica el rostro, por algo será, algo querrá decir: demasiadas hojas en el calendario. Se pretende evitar que los demás perciban nuestro envejecimiento, y lo que hacemos es, precisamente, demostrar que ya hemos comenzado a navegar sus aguas turbias, puesto que hemos adoptado las medidas, tan visibles, tan patentes, tan vulgares, que lo confirman abiertamente. Si se carece de amor propio y verdadera filosofía, penosa orfandad, se presenta como única alternativa en el horizonte acudir a la chapa y a la pintura, al funesto bisturí. Qué excelente, qué apropiada compañera de viaje es, sin embargo, la fortificada personalidad del individuo cuando realmente se procura asimilar, con madurez, con inteligencia, el paso del tiempo y su natural erosión en el mudable envoltorio físico.
Desgraciadamente, esta frívola sociedad de consumo nos apabulla con su constante llamada a abrazar convulsivamente la tierna juventud, ese divino y resbaladizo tesoro. Qué poco se ensalza el valor del pensamiento y cuántos cantos de sirena promocionan el rejuvenecimiento facial. Esta es la sociedad que al parecer nos merecemos, que hemos acabado imponiéndonos, la de la máscara, la del maquillaje, términos puramente despectivos que hemos logrado convertir en brillantes acepciones. Hemos trasladado casi sin darnos cuenta el elenco caricaturesco de la escena teatral a las calles de la ciudad, a nuestro entorno más íntimo. Nos hemos trocado en bufones extravagantes, en títeres esperpénticos. Somos el vivo hazmerreír de la historia. Y exigimos respeto con violentas pataletas cuando nosotros mismos infamamos deliberadamente nuestro cuerpo. Hay en este metabolismo patético, en esta transformación de ser humano a muñeco terrorífico, una especie de rictus universal, reconocible, grotesco, espantable. Hemos hecho de la creación del monstruo una práctica cotidiana.
Nos llevaríamos una triste sorpresa si preguntáramos a la multitud qué prefiere ser, sabia o atractiva. Tal vez, en esa unánime y previsible respuesta —que nadie juzgaría insólita—, hallaríamos de una vez por todas la prueba irrefutable. Por qué esforzarnos en cultivar la mente cuando a los demás solo parece importarles nuestro aspecto exterior. Qué complicado resulta trazar estas líneas sobre un papel encharcado por las lágrimas de la más negra frustración. Envejezca usted, amigo mío, con dignidad. Esta es, créanos, nuestra honrada súplica.
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