Casi sin darnos cuenta, caminando de puntillas y a ciegas por el ancho campo de un insensible aturdimiento, herimos frecuentemente a quien más nos quiere. Hacemos daño, con sobrecogedora cotidianidad, a las personas que más nos estiman. Deambulamos por la selva intrincada y urbana, por los parajes más domésticos sin reparar en los golpes, sin atender a las magulladuras que dejamos sobre la piel de nuestros seres queridos, visibles como la huella indeleble de un comportamiento mezquino. Hundimos el puñal de nuestra soberbia, de nuestra ingratitud, en las tiernas entrañas de esos seres incondicionales y bondadosos que con más solicitud se deshacen en atenciones.
En ocasiones, el proceso se invierte y somos nosotros quienes recibimos el impacto de un ademán desdeñoso, la severa bofetada de un talante displicente. De no ser por la frivolidad con que despreciamos el aprendizaje emocional —cualquier aprendizaje, en general—, se podría concebir esta coyuntura como una valiosa oportunidad para conocer el alcance preciso del dolor que habitualmente causamos nosotros. Pero la experiencia se desploma ruidosamente en saco roto, y mañana mismo, ajenos a la comprensión, a la delicadeza, volveremos a infligir un torpe castigo a nuestra pareja, a nuestra hermana, al amigo a quien desvelan nuestros problemas.
Hoy, es nuestro país quien nos hiere, quien nos desabriga, quien nos arropa con un oscuro y frío manto de decepción. Hoy es nuestra tierra querida, nuestra amada cuna la que nos zarandea salvajemente, la que desmenuza nuestro optimismo, la que de manera abrupta desgarra nuestro sueño, la que furtivamente arroja azufre, con manos cobardes, en los frondosos senderos que conducen al futuro. Nos sentimos huérfanos, nos sentimos desamparados. Nos sentimos también defraudados, para qué negarlo, por el desenlace de los acontecimientos. De qué sirvió, se preguntan los mayores, luchar denodadamente por construir unos cimientos. En qué momento perdimos de vista el sentido común. Hacia qué lugar dirigíamos ayer la mirada mientras las raíces comenzaban a descomponerse. Por qué nos hiere hoy este país, nos preguntamos desconcertados, en el que tanto amor y tantas esperanzas hemos depositado.
Acechando en el dormitorio, ora encaramado a la cima del armario, ora sumergido entre los pliegues de la cortina, hábilmente oculto entre las densas y cómplices penumbras de la noche enlutada, el más miserable, oportunista y aterrador de los demonios, la más ruin y repugnante encarnación del diablo susurra a nuestros oídos palabras untadas de discordia, de felonía, de humillación. En su espantoso e informe rostro, en su alevosa y trapacera mirada de serpiente, de culebra aficionada a los terrenos enfangados, en su ominosa sonrisa, que descubre, como su alma, unos dientes podridos, hallamos con pavor, al fin, la materialización de nuestra más temida pesadilla.
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