Parece que fue ayer cuando corríamos en pantalón corto tras una pelota de discutible redondez, ebria de colorido, tan repleta de chichones como un niño travieso. Parece que fue ayer cuando temblábamos de emoción la noche de Reyes, ocultos bajo las sábanas protectoras, temiendo que sus majestades ignorasen nuestra ubicación y nuestros ansiosos deseos. Parece, amigo mío, que fue ayer cuando aquella chiquilla nos desgarró por primera vez el corazón, un desgarro tan demoledor, tan insoportable, que, sin embargo, podía curarse fácilmente con un simple par de tiritas y la palmadita en la espalda de un compañero de aventuras. Parece que fue ayer cuando las primeras luces del alba, de aquella tímida aurora que bosquejaba la vida incipiente, comenzaban a alumbrar el sendero virgen, aún sin hollar. Parece que fue ayer, desde luego, cuando navegábamos encaramados a la proa de aquella inmensa y preciosa nave, la de la esperanza, la del ensueño, y contemplábamos con una radiante sonrisa las riberas tiernas y frondosas del mundo que nos rodeaba.
La ensoberbecida humanidad ha dedicado su entera y frágil existencia a tratar, tozuda y desesperadamente, por todos los medios a su alcance, de retener el tiempo entre los dedos de las manos. Pero apresar las invisibles horas del reloj —majestuoso y enconado rival— es empresa tan inútil y pueril como intentar encadenar el torrente impetuoso de un río desbordado. El tiempo, como fina lluvia de arena, se pavonea ante nosotros con indiferencia, con desprecio, con ensortijada habilidad, con terrible y abrumadora rapidez, y nos brinda escalofriantes muecas socarronas. Las horas del día, impasibles frente a nuestra insignificante y risible presencia, se balancean suspendidas de nuestros sueños, colgadas groseramente de nuestras estúpidas certezas, mortificando el corazón y destruyendo esa absurda y tenaz ilusión de eternidad.
Ha mutado la música, ha mutado la tecnología, el aire que respiramos, las fronteras, la cortesía, el tapiz azafranado del horizonte, el modo de comunicarnos, la forma de viajar, el instante en que nos sumergíamos en un abrazo, la mirada amorosa de nuestra pareja, el llanto de los niños, el arrabal de la ciudad, el itinerario de nuestros paseos, el vuelo y la migración de las aves, la temperatura de los otoños, el color vivo de la imaginación, el desenlace de nuestras novelas, el terciopelo que cubría la infancia, las palabras de aliento y el sabor del café. Ha mutado el universo, estrechando sus lazos de cáñamo.
Parece que fue ayer cuando usted brincaba con gozo y desenfado tras una pelota, entre un ruidoso enjambre de chiquillos agitados y risueños. Pero los años se han deslizado con espantoso vértigo por un tortuoso tobogán de cristal, se han desgranado ante nuestros ojos atónitos con incomprensible y aterradora premura, y hoy se apoya usted dolorosamente en un bastón de madera. En algún rincón desconocido, oculto a las miradas, a la sensatez, en alguna brecha disimulada y profunda del muro, como una trampa siniestra, en algún confuso y laberíntico camino… En algún lugar, amiga mía, quedó extraviada para siempre nuestra juventud.
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