Hay muchos tipos de personas valientes en este mundo enmarañado. Hay, por ejemplo, intrépidos bomberos que batallan contra el fuego, arriesgando a diario su vida. Hay obreros que trabajan a cien metros de altura, acariciados por el algodón de una nube. Hay domadores de serpientes que flirtean con su veneno, y adiestradores temerarios que introducen la cabeza entre las fauces del león. Hay aventureros que atraviesan la Gran estepa envueltos en pañuelos de seda, y trotamundos que recorren el desierto de Lut provistos de una sola cantimplora. Hay soldados apostados en la frontera, mordiendo las lentas horas de la noche, vigilando el camino. Hay hombres bala con sonrisas postizas y mujeres que escalan las más terribles montañas con manos desnudas. Hay espías que, armados con su lupa, se pasean de puntillas por territorios hostiles, y tipos audaces que sobrevuelan el paisaje a vertiginosa altura, embutidos en una grotesca gabardina. Pero por encima de todos ellos, si hablamos de valor, si aludimos estrictamente al coraje, encontramos a la madre soltera.
Cómo conciliar el trabajo, el hogar, la amistad y la crianza de un niño. Cómo caminar por la trémula y delgada cuerda en perfecto equilibrio, esquivando los vaivenes impetuosos del desánimo. Cómo templar los nervios y mantener a flote la cordura, y navegar en un barquito de agradable serenidad. Cómo enfrentarse a los terrores nocturnos, esos que provoca el frío laberinto de la incertidumbre, los miedos desgreñados que engendra la visión, entre penumbras, de un futuro indefinido. El cuidado y la educación de un niño, en pareja, es tarea complicada, es una aventura de considerable riesgo. Pero arrostrar semejante empresa en soledad es de un mérito descomunal. Lidiar con el gasto improvisado, con las facturas tozudas y puntuales, con la responsabilidad ineludible que comporta la llegada de un nuevo miembro a casa, entre dos, es una contienda que erosiona permanentemente. Pero combatir todo esto, en soledad, es el argumento, preñado de matices, de una epopeya desmesurada. Ay, pobre Homero. Con cuánta dificultad habría trazado sus versos.
Que dediquemos honestamente un elogio a esas madres solteras, sin embargo, apenas alcanza para describir la inmensa admiración que nos provoca su valentía. Es, en los tiempos que corren, la heroicidad con enormes letras mayúsculas. Ríase usted, a carcajadas, de las cuatro naderías que implica conducir un negocio con cien empleados. Hoy, que con tanta facilidad se arrojan gratuitas alabanzas a cualquier mediocre, que nos hallamos imbuidos de un clima generalizado de inexistente esfuerzo, de suaves e interesadas palmaditas en la espalda, de hordas de inútiles acaparando puestos de responsabilidad —a quienes nos apresuramos a embellecer inmerecidamente con la insignia colorida del valor—; hoy, apuntábamos, tendríamos que enrojecer de verdadera vergüenza, por comparación, al examinar minuciosamente el desafío escalofriante al que cada jornada se enfrenta, sola, sin ayuda, una madre soltera.
Sirvan estas líneas, escritas con amor y gran torpeza, para rendir a todas ellas un sincero y respetuoso homenaje.
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