Son preciosos días de alborozo, de sobresaliente ternura. Se prodiga el abrazo, el guiño y el beso mejillero. Son asimismo jornadas en que nos reunimos con personas a las que hemos evitado deliberadamente el resto del año. Por algo sería. Pero estas fechas invocan nuestro lado más afable, más entrañable, y nos sentimos compelidos a aparcar la amargura, al menos durante unas horas. Nos embarcamos conscientes e ilusionados en el velero navideño y familiar de las suaves travesías, bajo la radiante bandera de la vista gorda.
La suegra sonríe más de la cuenta, algo estará tramando. Los teléfonos sobre la mesa, entre los platos de queso y de jamón, para que quede constancia del desprecio que nos inspira el contacto humano, para que podamos reafirmar el espantoso y desangelado período social que atravesamos. El primo hermano que vive en la capital y se ha leído tres libros, mientras sostiene una copa de esa infamia llamada «rosado», nos explica con detalle cómo regular satisfactoriamente los flujos migratorios. Qué placentero resulta sentarse cómodamente a la mesa después de haber ocultado bajo la almohada el décimo premiado, y, mientras se finge atender a la conversación, repasar mentalmente los dineros: el descapotable, qué duda cabe, ayuda mucho a lucir la gomina y a despertar el interés de ciertas vecinas. Nada tan eficaz como el dinero para favorecer una profunda y sincera felicidad.
La probidad y el decoro de una familia española se mide por la cantidad de kilos de langostinos que reinan sobre la mesa. Los villancicos se cantan hoy por castigo. Se brinda con vino tinto levantando las copas buenas, las de cristal fino, las que se guardan todo el año en el armario alto, junto a la botella secreta de anís, al que no alcanzan los niños. «No hay tanta uva en La Rioja, esto es una mezcla», asegura el cuñado, hincándole el diente a su teoría favorita. Los chiquillos resoplan en la cena, maniatados, y escapan a la primera de cambio para poder arrearle bien fuerte a la pelota y con suerte hacer trizas algún jarrón. Se han dado casos en que las cenizas y la dignidad del abuelo, por un mal pelotazo, acabaron alegremente pisoteadas, como ya le ocurriera al pobre hombre en vida. Entre brindis y brindis se rinde un breve homenaje, en efecto, a los que ya no están, y suele suceder que algún sinvergüenza elogie inoportunamente el dicho, el del hoyo y el bollo. Risas y palmaditas de complacencia. En el corazón bullicioso de la nuera, su natural y ferviente odio hacia la suegra halla una frágil tregua durante la época navideña. Parece mentira, pero siempre llega un punto en que la embriaguez que provocan el alcohol y las fechas eleva un tierno sentimiento amoroso hacia los familiares. Sentimiento que, sin embargo, se extingue inmediatamente en cuanto se sale a la calle y nos sacude en la nariz el airecillo helado del inminente enero. «¿Dónde he aparcado el coche?», se pregunta uno entre vapores de mala ginebra. «Tú sabrás», responde al instante la señora, con ese afilado sarcasmo soterrado que sustituye irremediablemente al amor al cabo de unos años.
Atrapados como nos encontramos en esta época deliciosa, en la incesante vorágine de compras, luces destellantes, prisas y cancioncillas chirriantes, lo que no se desea bajo ningún concepto es que además le toquen a uno las bolas. Las del arbolito de la perfecta Navidad, que tan hermosamente quedaron colocadas.
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