Una posible radiografía social de esta candente e irritable época, que tan felizmente disfrutamos, que tan privilegiados nos sentimos de avivar, sería esta: un señor le dice a una señora que calarse hoy un sombrero es de ser una merluza. La agraviada —la merluza del sombrero— interpone inmediatamente una demanda para restablecer su honor, asaz malherido. El gremio de sombrereros tramita una urgente querella para salvaguardar el prestigio de su profesión y combatir tamaño menosprecio. La cofradía cantábrica de pescadores, con exaltada ojeriza, espoleada por la insoportable injuria, acude asimismo a los tribunales para defender la mancillada dignidad del anacanto. El magistrado, luego de sesuda y larga deliberación, absuelve al ofensor, al infame, al opresor de merluzas. El tribunal arde a continuación como una pira troyana, como una rabiosa hoguera de San Juan. Hay confeti y palmas en la calle, hay abrazos y festejos a medianoche, hay tu tía.
A un lector coherente y prevenido todo lo anteriormente expuesto le parecerá una burda farsa, y lo es, qué duda cabe. No obstante, aventúrese usted, si dispone de ánimo y suficiente audacia, en la espinosa arena, en el enfangado ruedo de las redes sociales, y deje caer un chiste. Uno pequeñito, un chiste inocente, sin maldad, sin mala baba, y verá la que en un santiamén se organiza. No importa a quién apunte la chanza, es irrelevante que el dardo inofensivo aluda a uno u otro colectivo —la sociedad se divide hoy en infinitos colectivos; los que cargan a la izquierda, por ejemplo, son un reputado colectivo—, es inútil que usted se afane después en explicar el chiste, en quitar hierro, en aplacar la llama: le van a dar porrazos hasta en la tercera vértebra.
Es esta la gloriosa era de la estupidez, de la ofensa por todo. Es esta la época radiante del resquemor a flor de piel. Debemos medir milimétrica y constantemente las palabras, debemos ponderar minuciosamente la —supuesta— obra intelectual, el grosor y la curva de la pincelada, el remate arriesgado y florido del verso. Vivimos en un rutilante período en que no se puede debatir sin molestar, sin sacar las uñas, sin berrear como un animal sentenciado. El obrero se ofende porque el jubilado examina su trabajo gruñendo, apoyado en la valla, ocioso, y el jubilado se ofende porque el albañil menea el ladrillo con poco garbo, con indolencia, y, además, así no se hace, así no es, ese ladrillo ahí no va, zoquete. La señorita de hermoso cabello azul se ofende y enseña el colmillo porque un caballero le cede el paso, y el caballero —tan cortés, pensaba él— exhibe su elevada protesta porque un mozo enflequillado de pantalón caído subestima sus canas con cierta doblez: oiga usted, mocoso, estas canas son de bruñida sabiduría. “Pingavieja”, exclama el mancebo, y echa a correr enseñando medio culo.
Hay películas que hoy no podrían rodarse. Hay libros que hoy no podrían escribirse. Hay poemas de encendido amor que hoy no podrían dedicarse. La gran paradoja de la democracia y la libertad. Oféndase usted, si así lo desea, con solo pisar la calle. Motivos habrá. Y, de no haberlos, invéntelos usted a su antojo, a su caprichoso lamento. Sobran tribunales.
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