Es uno de los grandes tesoros del ser humano. La palabra que una persona ofrece como aval es moneda de flamante cuño. Nada puede quebrar la firmeza de la palabra dada. Ningún compromiso por escrito entre compañeros, entre allegados, supera en vigor y en fiabilidad a la palabra que se entrega. Brindada en un susurro junto al oído, la palabra se convierte en embrujo, en promesa de felicidad, en garantía infrangible. O, al menos, esta es la benévola e ingenua teoría.

En el mundo real, en ese mundo ruidoso, apresurado y tangible de las gentes enfurruñadas y ariscas, de los madrugones a disgusto y los desayunos de pie con la camisa mal abotonada, en el mundo cotidiano de las indigestas comisiones bancarias y de las arduas batallas por alcanzar el fin de mes, la palabra que una persona deposita en nuestras manos con pretendida franqueza, por lo general, no vale absolutamente nada. Numerosos son los tercos ejemplos en que un amigo, un pariente o un esposo han faltado a su palabra. En algunos casos deplorables, la presunta solidez de una promesa, garantizada por una palabra solemne exhibida como fabuloso cimiento de hormigón, se desvanece a los diez minutos. Suele adornarse la palabra con una sonrisa cálida, con un guiño parsimonioso, con una palmadita en el brazo, en el hombro o en la base del cuello —según se trate de una amistad más o menos fraguada—, pero resulta en extremo complicado atribuir a esta palabra una valiosa o duradera robustez. Cuando la palabra aparece acompañada de un apretón de manos, uno cree haber sellado un acuerdo con Dios, y se sube a su grasienta furgoneta con el convencimiento inequívoco de que ese trato, incorruptible y sagrado, no podría troncharse así reventara el universo. O, al menos, era esta la benévola e ingenua teoría.

Un arroyo sinuoso, engordado con las lágrimas de una multitud decepcionada, corretea permanentemente por las calles, entristeciendo el corazón de las personas nobles —que todavía las hay— con su atribulado y cristalino tintineo. Los decepcionados, esa legión de pobres memos a los que embaucaron con una promesa que ningún valor atesoraba, deambulan hoy por los rincones del barrio con la mirada perdida, chocando contra las farolas, tarareando cancioncillas incomprensibles con la boca medio abierta, sonriendo atontadamente a los pajarillos que brincan en la arena. Se nos arruga penosamente el espíritu al escuchar su relato, esa historia tan habitual y tan conocida, tan negra, tan nauseabunda: la del amigo amado que tanto los ha herido al traicionarlos, faltando a su palabra. No hay consuelo para ellos, no hay ungüento milagroso que logre mitigarles el dolor.

Existen dos terrenos, por otra parte, donde la palabra no puede tomarse jamás en serio: en el amor y en la política. En el amor, la palabra es voluble y fementida porque responde a un ardor pasajero. En la política, por definición, la palabra es sinónimo de mentira. Nada vale, como nada vale un servidor público que se atrinchera constantemente tras un engaño.