Después de mucho combatir el presupuesto doméstico, luego de mantener encrespadas batallas con las múltiples facturas del hogar, acaba uno por asumir que este año la playa la va a disfrutar en las tibias entrañas del dulce hogar. No en las sedeñas arenas de la costa, sino encerrado entre los deliciosos muros de la prisión familiar. Al niño, que acaba de cumplir seis meses, tierno angelito, hay que apuntarlo ya a piano y a inglés. Todo son gastos, todo son prioridades. A la abuela, que acaba de cumplir, gracias al yoga, ciento trece radiantes primaveras, tierna criatura, hay que llevarla al dentista. A la hermana soltera, que convive con nosotros por hacer piña, recién cumplida su quinta crisis sentimental, hay que financiarle la compra del cochecito nuevo. Todo son desvelos por el bien de la tribu. Todo es apretarse un poquito más el cinturón y rascar la hucha raquítica de las vacaciones. Todo es amor.

Quién aspira a pasear por los marítimos senderos, acariciado por la húmeda brisa y bañado por los plateados dedos de la luna, cuando puede embelesarse cómodamente en un tresillo heredado, preñado de jorobas y debidamente enfundado en verde algodón florido —enfundar los sillones y no admirar nunca su tapicería original es un enigma peninsular que da para otro artículo mezquino—. Quién querría sentirse arrobado con el incesante murmullo de las olas, lenguas aterciopeladas de un mar espumoso que nos acuna con su apasionado vaivén nocturno, cuando tenemos el consuelo de la Eurocopa, cuando podemos sentirnos igualmente arrullados con las soporíferas narraciones de Rivero, cantando los goles en hermosos y estremecedores falsetes.

En la salita de estar cabecea una boya, que flota dulcemente entre las aguas para señalarnos el itinerario por donde navegar con el yate. Es la suegra, embutida en su furioso corpiño rojo. A estribor, la chiquilla, que a sus cinco años ha comenzado a desatar los primeros esbozos de un elevado arte pictórico, y le ha dado por empuñar un rotulador gordo y decorar las paredes color salmón del pasillo con bellísimas y divertidas figuras: un hipopótamo, una margarita, un pene, un torreón medieval… Pedaleamos junto al abuelo en el balcón, sentados en las sillas forradas de escay de la cocina, imaginarios patines sobre el agua cristalina —ocupando por rigurosos turnos este idílico trocito de terraza por temor a que el suelo reviente con el peso de la familia al completo—, y contemplamos ebrios de felicidad, no el cuenco mugriento del perro, no esos tres huesos perdidos de pollo del mediodía, no la colilla del cuñado, sino asombrosos arrecifes de coral, visión refrescante y delicada de ensueño. Y aspiramos con lágrimas dichosas en los ojos, como acodados en la ilusoria cubierta de un barco, el aire negro y emponzoñado de la ciudad.

Después de mucho combatir los números rojos de la tozuda realidad, acaba uno por asumir que este año la playa va a disfrutarla entre las miserables paredes engoteladas. Ah, qué ocasión tan a propósito para rodearse uno de los suyos, para sentir el calor —especialmente el calor— de la familia, ese tesoro, ese burbujeante manantial de alegrías.