Asoman ya, inoportunos e irritantes, como la inesperada visita de un primo antipático y lejano, los primeros soplos azules del invierno. Asoman ya sus rugosas zarpas, por debajo de la puerta, las jornadas de clima desapacible, los días ceñudos, plomizos, desangelados. Penden del firmamento, con sus barrigas grises y estriadas, las nubes de propósito avieso, malcaradas, cual ejército intempestivo de soldaditos perezosos, de ovejas panzudas.

En Córdoba han bajado de los treinta grados, fenómeno reseñable, y están reventando las tuberías por la helada. En estos primeros días de fresquito traidor, de espeluznante tortura, se le sale a uno el pie por debajo de la mantita de entretiempo, en un descuido, y se lo tienen que amputar con las primeras luces del alba. Las familias se reúnen a comerse la tostada socarrada alrededor de una mesa cubierta de escarcha, todos vistiendo gorros de lana y mitones forrados, todos embriagados de profunda pesadumbre. Los mocos se balancean desde las narices encarnadas y chapotean sonoramente al caer en el vasito de leche. El drama se eleva y alcanza categoría de tragedia: con semejantes temperaturas esteparias, no hay quien luzca ahora los manchurrones de tinta en el muslo, no hay quien se atreva a presumir de argolla en el ombligo. La Manoli se atravesó una, que costó sus dineros, de la que podrían colgar las anillas de la cortina estampada de la bañera. Ha preguntado el niño cuántas son dos más dos y a la criatura le salían nubecillas de vaho por las orejas. El padre, tiritando violentamente, desolado, no ha sabido qué responder. «¡Viva el cambio climático y los veranos permanentes!», grita un infeliz en la calle, con el rostro amoratado por la hipotermia.

Se han pospuesto de tácito acuerdo los apareamientos hasta nueva orden, es decir, hasta la próxima canícula. En Huelva, ventilaron durante unos minutos la salita de estar y se dejaron al abuelo junto a la ventana, y hubo que darle seis martillazos para desprenderle los carámbanos. Los niños están poniendo cadenas en las ruedas de las bicicletas. Se están colocando bidones en las esquinas y se prenden hogueras en ellos para que los ciudadanos puedan arrimarse y entrar en calor. Aprovechando que el mar se ha congelado, se organizan visitas guiadas en autobús a Formentera. Los jubilados y los votantes de derechas pagan la mitad. En los pueblos del Levante, las familias pudientes, las que todavía pueden comprar aceite de oliva, arrojan sal gorda todas las mañanas en el suelo de la cocina para que los niños no resbalen en el hielo. En los sepelios, los dolientes se muestran demasiado llorosos, pero no es melancolía ni añoranza, es el cierzo, que corta las mejillas. Las parroquias tratan de abastecer al pueblo con bufandas: «¿Algún color en especial, José Manuel?» «Negra, que combina con todo, especialmente con el futuro.»

Apresúrese y rebusque usted en las entrañas del armario, con una linterna entre los dientes. A poco que escarbe aparecerá, en el rinconcito, en la sedosa penumbra, la coqueta rebequita.