Si la de estos días fuese la última, si esta aborrecible guerra que ha activado, una vez más, todos los ominosos resortes de la infamia fuese la última, esta guerra que escarba en el corazón semilatiente de Europa, que avergüenza y pintarrajea el sentido común, si fuera la última, si con ella acabaran el infierno y la degradación de los conflictos armados, encontraríamos algo de consuelo. Algo a que aferrarnos, algo minúsculo, pero útil, con que curvar la sonrisa. Si fuese la última, pero no lo será.
Qué peligrosa es la postura de aquellos que consideran unas guerras necesarias y otras intolerables. Qué ingenuo el posicionamiento de aquellos que defienden unas guerras, por creerlas inevitables, y que juzgan otras como arrebatos de infantil pataleta. Se es demasiado cándido cuando se percibe el conflicto con vulgar maniqueísmo: unos son héroes, otros villanos. No somos realmente conscientes de que en el fondo, con este ligero y pernicioso análisis, estamos bendiciendo las guerras de mañana. Si un muro grueso y beligerante de sólida opinión, nutrido de diferentes voces e ideologías —planteamiento utópico y pueril, por descontado— se rebelara frontalmente contra cualquier atisbo de conflicto armado, sería improbable que éste, cualquiera que fuese, lograra prosperar, pero algunas guerras se apoyan sesgadamente incluso en la soledad de un comedor. Hay barras de bar que festejan unas guerras con encendidos brindis, y barras de bar que las condenan. Se piensa, con estúpida convicción, que unas las fomentan justificadamente los buenos y otras las emprenden los malos. Nuestras posturas, basadas generalmente en la ignorancia, en el desconocimiento absoluto de las razones que empujan los conflictos —en el desconocimiento también de las mentes contaminadas de individuos narcisistas y desarraigados—, se enarbolan desde la pacífica comodidad de una vida llena de privilegios, y esa misma ignorancia, amartillada por un credo político, nos mueve a ensalzar con alegría a unos y vilipendiar con exaltación a otros.
Uno piensa, sin ánimo de trazar un melodrama, en esas mujeres pendientes de traer al mundo una vida cuando, más allá de la ventana, destella el primer ataque. En el niño que hace sus deberes del cole antes de irse a la cama cuando, más allá de la ventana, destella el primer latigazo. Uno está pensando en ese horror, en la rutina ordenada de unas personas —hipoteca mediante—, en los ahorros de toda una vida invertidos en un negocio, en las honradas esperanzas de prosperidad de una familia que, de un momento a otro, debe coger a sus niños en brazos y echar a correr, y embarcarse a ciegas en un viaje, en el desgarro de la emigración forzosa, y penetrar muertos de miedo en la oscuridad de un abismo indefinido. Uno está pensando en esos jardines que ayer contenían gritos de alegría y hoy están cubiertos de sangre y escombros.
Tenerlo todo y perderlo en un instante por el capricho de unas alimañas. Esta es la verdadera miseria humana. No la miseria que generan la pobreza y el hambre, que algo tienen de dignidad, a pesar de todo, sino la repugnante miseria que corroe el alma de los seres humanos podridos.
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