Con mayor o menor certeza, supone uno que el ciudadano con un mínimo de criterio habrá reflexionado en alguna ocasión, a lo largo del tiempo, sobre los mimbres de la clase política. Con mayor o menor suspicacia, se aventura uno a conjeturar que la persona voluntariosa y con un mínimo de sentido común, abrazada a cualquier ideología, habrá deliberado en algún momento —decidiendo el color de su voto, verbigracia— sobre la carne de que está cimentado un político. Difícilmente podrá arrojarse una cálida luz reveladora sobre tamaño misterio, pero trataremos, no obstante, de formular cabalmente las preguntas.
¿Cuál es el objetivo de un político en la vida? ¿Cómo es la noche de un político? ¿Es agitada? ¿Es un mar de calma y pierna suelta? ¿Tiene sueños? ¿Cómo afecta el sufrimiento o la desesperanza de una población a un político? Cuando le hablan de precariedad, ¿comprende ciertamente el alcance de la palabra? ¿Cuál es el límite de repugnancia personal que está dispuesto un político a asumir? ¿Qué significa para un político el embuste? ¿Se sonroja alguna vez? ¿Siente frío? ¿A quién pretende ayudar, en realidad, cuando promete con tanto énfasis y aspaviento la ayuda? ¿Cómo son, de qué material están formadas las entrañas de un político? ¿Cuánto mide su intestino delgado? ¿Cómo es posible enriquecerse con tal vertiginosa premura? ¿Cuál es el instinto natural de un político? ¿En qué piensa? ¿Le gusta el cine? Comer bien ya ha demostrado que sí, pero ¿le gusta la poesía? ¿La pintura? ¿La música —la sintonía de su partido no cuenta, el ridículo bailecillo posterior a la victoria de unos comicios tampoco— lo abstrae de la realidad circundante?
Oiga, lo de la cocina… “Mire usted, ese partido azulado al que usted hace referencia, del que usted me habla, por tanto, nada tiene que ver con la nueva ejecutiva del partido, por tanto, que ha adquirido hoy un tono celeste limpio, carente de mácula, por tanto…”. Carcajada generalizada. La risa impide al dependiente de la ferretería guardar los tornillos en una bolsa. Cruzamos la calle, que es singularmente estrecha. Oiga, lo de Andalucía… “Mire usted, ese partido encarnado que usted señala, por tanto, nada tiene que ver, por tanto, con la nueva ejecutiva del partido, que ha adquirido hoy un tono carmesí limpio y carente de mácula, por tanto…”. Mal asunto comer y reír al mismo tiempo, se atraganta el votante con la triste croqueta de bacalao.
¿Qué significación encuentra un político en la palabra decencia? ¿Y en la palabra honestidad? ¿Qué significa para él dimitir? ¿Tiene algún sentido oculto? ¿Qué grado de cinismo se requiere para lograr el triunfo mediático? ¿Es ajeno a un político el remordimiento? ¿Cuál es la frustración que debió de sufrir una persona en su tierna infancia para haber decidido encaminar sus pasos al mundo de la política? El político representa al pueblo, ¿a qué pueblo? Innegablemente, un segmento de la sociedad alberga un ánimo corrupto, un corazón deshonesto, pero ¿qué político representa a esa otra gran sociedad, discreta y mayoritaria, que cede el asiento, que evita el enfrentamiento, amable, esforzada, esa otra sociedad humilde, bienintencionada? ¿Qué político representa a la sociedad inteligente y académicamente formada? ¿Por qué sonríe un político?
Nos preguntamos, confusos, qué sería de la bicicleta si el ciudadano, harto, no acudiera mañana a la urna, si la desafección y el empacho lo apartaran para siempre del engranaje electoral.
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