No es casualidad que las personas más risueñas, las personas de trato franco, humilde, cordial y desenvuelto, con las que puede mantenerse una conversación grata y edificante, sean personas que han tenido una vida difícil. No es en absoluto casualidad, y la lógica nos ayuda a comprenderlo: cuando se ha tenido una vida difícil, todo lo demás, es decir, la vida que resulta después, el camino libre de obstáculos que aparece luego, para estas personas, es muy fácil de transitar. Porque han conocido el escollo, y el sendero suave que sucede a las espinas es para ellas un liviano coser y cantar. Sonríen ahora al mundo porque han sufrido la tragedia, porque han padecido en sus carnes la miseria, y se hallan hoy en disposición de compartir con nosotros su dulzura, de obsequiarnos con su gesto más afable. Por contraposición, esos individuos que han disfrutado de una vida aburguesada y de escasos aprietos, permanecen por lo general constantemente disgustados, pues su existencia, tan falta de perspectiva y de referencias vitales, carece de motivación. La adolescencia es un claro ejemplo: cuando no se ha tenido todavía tiempo ni oportunidad de experimentar verdaderos problemas, de sufrir terribles ausencias, de valorar el grave y dilatado sentido de la vida, los adolescentes se muestran en un perpetuo mal humor, en una estúpida necesidad de enfrentarse a todo, en la amarga obsesión por dañar, precisamente, a los que tratan de protegerlos.
Poco o nada nos conmueven esos sujetos de aire ceñudo, de agrio y caprichoso talante, siempre arropados en la sobreprotección o en la comodidad del lujo —¿cómo lograron sobrevivir los antepasados de esta progenie, siglos atrás, sin retretes calefactados?—, adultos inmaduros inmersos en la espantosa burbuja de una vida insatisfecha, que nada valioso podrán aportarnos. Son aquellas otras personas risueñas, por el contrario, a quienes ha curtido la desgracia o la dificultad, las que realmente merecen nuestra admiración y nuestro aplauso, y de quienes sí alcanzaremos a obtener una impagable lección de vida. Son estas las personas en quienes podremos apoyarnos para superar una imprevista adversidad, en quienes podremos asirnos para sortear un inesperado contratiempo: las personas bastón.
Las personas bastón están allí donde no llegan las prevenciones del médico. Su sonrisa amable y refulgente alivia de inmediato nuestros quebraderos de cabeza, y desvanece en un instante las sombras espesas en que se había sumido el camino. No hay saliente de piedra más sólido y que mejor nos auxilie que la mano tendida de una persona bastón. El más hermoso de los metrónomos, que ordena con perfecta y serena tibieza los latidos de nuestro corazón herido, es el que componen las palabras de aliento que una persona bastón nos brinda. La noche deja de ser fría, la inquietud se consume en el fuego de su poderosa generosidad, de la desinteresada bondad de estas personas bastón, y nuestros problemas, ayer irresolubles, se reducen hoy, a su lado, a una simple anécdota.
No es casualidad, amigo mío, que las personas que más han sufrido en esta laberíntica vida sean aquellas que, con más desprendido amor, consigan mitigar nuestro sufrimiento.
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