Si este universo de aspavientos y papel emborronado, si este mundo apresurado y ruidoso, envuelto en sedas viejas, tuviera a bien concedernos el desahogo de una queja, si fuera tan amable de tolerarnos el privilegio de expresar una sincera protesta, podríamos comunicarle con inmenso dolor, con enorme decepción, el siguiente y enérgico reproche: no estamos en absoluto de acuerdo con el paso del tiempo. En particular, y muy especialmente, nos negamos a aceptar la forma terrible y desgarradora con que los días se derraman en el calendario, y repudiamos firmemente la singular y errónea dirección en que transcurren los años.
La vejez —abominable compañera de viaje— deforma a la persona y la convierte en triste caricatura de su pasado. Debilita sus fuerzas, somete sus esperanzas y desdibuja sus deseos. En muchos casos, la vejez desempolva y afianza una fe en la que antes apenas se había reparado, una fe que la risueña vitalidad de la juventud había subestimado, y a ella se aferra el extenuado ser humano con temblorosa devoción. Las personas mayores son empujadas permanentemente por manos fieras e invisibles, que les impiden trazar con dignidad una huella recta y erguida en el camino. Se sienten violentamente zarandeadas por el abrumador progreso, que a su despecho las confina en la orilla de una pedregosa playa. Son atormentadas por el miedo, por el deterioro constante de la salud y por el embrujo endiablado de la más afilada incertidumbre. La vejez se presenta como un inmerecido castigo, como la injusta y amarga condena que una persona debe cumplir, hoy perpleja y fatigada, por el delito de haber franqueado todos los obstáculos que encontró en una vida sembrada de minas.
Cuánta dulzura y experiencia, sin embargo, puede hallarse en la mirada de un anciano. Las personas mayores entregan, a manos llenas, verdaderas e inestimables colecciones de ensortijados y bellísimos recuerdos. Nos hablan no solo de la genealogía de una familia, sino del linaje precioso y detallado de un abrazo, o de las profundas raíces de un añorado beso de juventud. Si se les presta la debida atención, si interrumpimos por un dilatado instante el vacuo ajetreo de esta absurda sociedad que no conduce a ninguna parte —tan ebria de suficiencia y distracción, tan superficial, vertiginosa y egoísta—, y nos dignamos atender con calma a los relatos de nuestros ancianos, tendremos la oportunidad de admirar cómo completan y nos muestran, con infinita generosidad, el más hermoso y minucioso puzle de una vida. Que nos ayudará, dicho sea de paso, a entender de una vez quiénes somos y cuál es nuestro humilde papel en el teatro del mundo.
Es inevitable experimentar, pues, una insoportable impotencia al observar, con resignado horror, cómo el implacable paso del tiempo se opone siempre a que un nieto y su abuelo dispongan, en la madurez de ambos, de esos tan valiosos e insustituibles momentos de serena conversación. Cómo el desolador e hiriente paso del tiempo desvalija las tiernas y conmovedoras confidencias entre una abuela y su nieta.
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