En política, ni una sola propuesta del bando contrario puede aplaudirse, so pena de decapitación pública. Es decir, puede considerarse o no afortunada, pero nunca abiertamente, jamás frente a la cámara, en ningún caso delante de la parroquia. Si el portavoz de un bando recomienda el establecimiento de la paz mundial, el otro bando condena la sugerencia inmediatamente, con visible y exagerado desacuerdo: paz mundial, qué repugnancia, y a continuación se solicita ruidosamente su dimisión. Los colores con que se identifican los bandos se elevan, refulgentes y dignos, por encima de las cabezas refulgentes y dignas de los acólitos, que bendicen con un rotundo amén cualquier postulado, por extravagante que sea, de su paladín: “Derrumbemos las inservibles escuelas —propone éste con exaltación, verbigracia— y enviemos a nuestros niños a varear olivos”, y los suyos estallan en encendidos aplausos, con lágrimas de incontenible felicidad. ¡Amén!
Lo malo de ser un partido político intermedio, de supuesta bisagra, es que no queda claro el bando, y esta singularidad desconcierta al votante. Ante la carencia de explícita definición —el color naranja, por ejemplo, no se asocia manifiestamente a la postura política, sino al butano—, la grey, con el voto entre los dientes, echa a correr despavorida, máxime si una dama revientatímpanos —prodigiosa belleza y excepcional timbre de voz, toda ella pasión y nervio musical— confisca voluptuosamente el corazón del líder en el más desafortunado trance.
No se puede agradar a todo el mundo, ni en política ni en la vida. Usted irrumpe en una fiesta de altos vuelos con su mejor traje y su más arrebatadora sonrisa: unos lo encontrarán elegante y cautivador, otros verán en usted un soberbio espantajo. Hay bandos también a pie de calle, que beben forzosamente en el espectáculo parlamentario: “Es usted un reaccionario de aúpa, con ideas trasnochadas”. “Por otra parte, tiene usted esas molestas mejillas de un encarnado subido”. En algunos casos, todo un abolengo se resume en una sola frase: “Mire usted, mi abuelo luchó heroicamente por la República”. En otros, la armonía y la añorada esencia de un país caben en una reflexión de andar por casa: “Con don Francisco se vivía mejor, rojo de las narices”. El calificativo de propina, para conferir más empaque a la sentencia. Hasta el feminismo se divide en bandos: hay mujeres de primera y mujeres de segunda. En las celebraciones reivindicativas, unas por una calle, otras por una avenida. Tropiezan luego en la plaza e intercambian vituperios y bofetadas con alegría, con el debido sentido ideológico de la dignidad. El aparato reproductor no cuenta, son minucias.
Se aprovecha cada tropezón para rascar en la llaga. Un titubeo, una sombra de duda, y el contrincante político arrima pico y pala y extrae pepitas de oro. La ocasión la pintan pelona. En algunos barrios, se pasa de una esquina a otra con el carné de afiliado cosido a la corbata. Hay un aroma a familia, a clan, a estirpe, a lo que yo te diga. Ahora bien, las cosas de comer provocan el tambaleo de la más acerada ideología. Ojo con asfixiar al obrero, ojo con estrangular al empresario, que el color del entusiasmo político, si en ello van las lentejas, muda con la rapidez de un galgo.
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