Habida cuenta del cotidiano aspecto sombrío de los rostros vecinales, que se encuentran con facilidad en cada esquina, y que nos impresionan por su talante amargo y malcarado, se llega por fuerza y reflexivamente a la conclusión, qué remedio, de que existen dos definidas categorías de individuos: los infelices y los extremadamente infelices. Trazaremos, pues, una semblanza de estos últimos.

Los enfurruñados —como el título de una novela de Dostoyevski— merodean por los mercados, por las aceras populosas, por los jardines públicos, por los alrededores del lupanar, con los brazos extendidos, arrastrando lastimosamente los pies. Es el suyo un fabuloso pasatiempo universal —con unas reglas tácitas que se aprenden merced a un verdadero entusiasmo— que se ha asentado con firmeza en nuestra impecable sociedad: el de quejarse absolutamente por todo. La vida y sus innumerables vicisitudes, parece ser, se sobrelleva con mayor comprensión y serenidad si protesta uno hasta por la menor circunstancia. Estas hordas de enfurruñados campan libremente a sus anchas, diseminando por el pavimento social su descontento crónico, regando las baldosas con su agria tribulación, aunque ellos afirmen precisamente —oh, paradoja— no ser libres, aunque nos aseguren estar sometidos al yugo. ¿Al yugo de quién? De Santa Rita. Quién aspira a tomarse la vida con alegría cuando se puede gruñir tozudamente. Una vez se divisó a un ciudadano feliz, que de nada se quejaba, que todo le placía, que contemplaba el mundo con angelical y radiante sonrisa: lo persiguieron, cogiéronlo por los pies y lo arrojaron al río. Muerto el perro…

Hay corrillos de enfurruñados junto a las ventanas, en los portales, bajo el hueco siniestro de la escalera. A poco que uno arrime la oreja, identificará enseguida las palabras clave: El resultado de la analítica… Ahí vamos, luchando… No hay derecho… Ahí sigo, nena, con lo mío… Sufriendo… Ay, señor… Lo que es menester… Hemos llegado a un punto en que se suelta una carcajada en mitad de la calle y nos descalabran con seis ladrillazos. Hay algo en las facciones, un mohín, un retorcer la mejilla, un guiño cómplice predisponiendo al interlocutor al drama, a la tragedia, al cuéntame tú esa pena que ahora te contaré yo la mía. Existe en este enfurruñamiento de las masas algo de antropológico, qué duda cabe. Es el hastío, probablemente. Es la excesiva quietud, la ausencia de enemigos en el horizonte, la pegajosa comodidad, el descorazonador bienestar. O la hipoteca variable. La tecnología llegó para facilitarnos la vida, pero, ciertamente, lo único que ha facilitado es la molicie, el abandono terrible a la pereza. No hallamos diversión salvo profiriendo la queja, salvo en el meticuloso inventario de los supuestos problemones personales: “Ven, déjame que te ponga al día de mis nuevas amarguras, permíteme que te distraiga con mi flamante penuria. “

¿Adónde va aquel tipejo con esa sonrisa de satisfacción?, nos preguntamos, perplejos, alarmados. ¿Acaso pretende provocar nuestra ira? Pocas cosas soliviantan más que la felicidad aparente del prójimo. Nada nos retuerce tanto el estómago como el alborozo del vecino. Tenga usted la decencia, insensible camarada, de enfurruñarse como los demás.