Qué complicado resulta conciliar en este mundo el deseo con la virtud, el anhelo con el merecimiento. Nos conmueve sobremanera contemplar el llanto de un tarugo, que, desesperado y pataleante, se lamenta hondamente porque no posee un yate de ochenta metros de eslora. Otros sí, otros individuos más afortunados se pasean graciosamente, embutidos en sus trajes de baño purpúreos, por la cubierta de estas ricas mansiones flotantes, admirando los sedosos atardeceres sobre el delicado lienzo del horizonte marino, y se ríen. Pero el desgraciado gimotea con encendida pena porque el destino, esa cosa negra y abstracta que tanto obstaculiza sus placeres, le ha negado semejante dicha. No hay yate, pues a llorar se ha dicho. Lo que a él no le pase… Asimismo, nos parte en mil pedazos el corazón el inmenso dolor que proporciona, a otro alcornoque, la espeluznante tragedia de no haber logrado adquirir una suntuosa propiedad en la mismísima orilla de la playa. Lo vemos sollozar —y nos estremece su profunda amargura— porque el sueldo de reponedor no le ha alcanzado, y ahora transcurre los días deplorando su mala suerte; él, tierno merluzo, que siempre aspiró a asomarse a la ventana en los ocasos de dulce estío para vislumbrar, con una copa de vino blanco en la mano, las coquetas barquitas de vela, y a escuchar cómo las olas espumosas rompen, caprichosas, contra los sólidos muros de su idílico apartamento.

Los llorones, esa raza conspicua, distinguida, deambulan con los ojos enrojecidos por todas partes. Los hay de muy diferentes calañas, si bien es sencillo identificarlos por ese mohín permanente en el rostro y su forma tan peculiar de negar dramáticamente con la cabeza. Los hay que escriben versos y lloran al recitarlos, tal vez porque están persuadidos de la gran belleza de su trazo o de la vastedad de su talento, o quizá, probablemente, porque son conscientes de su repugnante mediocridad. La mediocridad, sin ninguna duda, es una de las más poderosas y justificadas razones para llorar abiertamente. También hay llorones que pretenden partir en dos un país, que sueñan con desgajarlo, y que patalean como niños mimados porque no consiguen acariciar su objetivo, tal vez porque están persuadidos de su honroso propósito nacionalista, o quizá, probablemente, porque son conscientes de su repugnante malignidad. El nacionalismo ciego, obstinado, en un mundo de sangrantes fronteras —donde la vida de un ser humano vale menos que la de otro por haber nacido sencillamente en diferente lugar—, es otra de las más poderosas y justificadas razones para llorar abiertamente. La tierra de usted es hermosa, es extraordinaria, es cuna de bellas gentes y preciosas tradiciones, pero su nacionalismo egoísta, su terca y odiosa obsesión es, como usted, llorón mezquino, un descomunal saco de estiércol.

A menudo cometemos el tremendo error de confundir a una persona sensible con un llorón. O el clamor por una terrible injusticia con un vano gimoteo. El llanto sincero de un ser humano, en muchas ocasiones, no es otra cosa que la noble y desgarrada expresión de una aflicción verdadera. No tomemos, pues, este llanto auténtico y legítimo por el frívolo y habitual lloriqueo de un obtuso mendrugo.