Existe, entre los muchos especímenes de este cálido y amoroso planeta, entre los numerosos y pintorescos subconjuntos, un organismo asaz peculiar y entrañable: el soltero independiente y de cierta edad, el hombre maduro y sin hijos, el exitoso y satisfecho varón de cuarenta y pico —pico sospechoso, que escribiría Clarín—. Es este singular prototipo una joya del estudio antropológico, una reliquia venerable del casanovismo, un emblema reputado y referencial del celibato menos casto y más celoso, y, a un tiempo, un sucio borrón en los gráficos de las primorosas estadísticas, el purulento grano en el trasero del paisaje demográfico.
Se pasea alegremente, este nuestro envidiable paradigma, este molde broncíneo de la masculinidad triunfante y moderna, por las abigarradas calles de la ciudad, con una retadora y hermosa sonrisa en el rostro. También pendonea, ocioso y desenvuelto, silbante y feliz, por la bonita campiña. Examinándolo con atenta lupa, y con respetuosa curiosidad, podría uno llegar a inferir que esta delicada escisión de la humanidad, esta extravagante porción perfumada del amalgamado puzle social, ha tocado techo en lo referente a la más absoluta prosperidad, al más inalcanzable alborozo. Derrocha tanta seguridad la penetrante mirada de un soltero, que nos invade y abruma una incómoda pelusilla. Es una delicia, admitámoslo sin pudor, contemplar su caminar acompasado, su ademán desenfadado y suave, la cadencia garbosa y arrebatadora de sus miembros. El sol asciende cada mañana, exclusivamente, para este confiado modelo de hombre acicalado y contemporáneo. Se enamoran de él farolas y adoquines, suspiran en los balcones hasta las mozas de pétreo corazón.
Sin embargo —aquí llega el azote, aquí asoma el plomizo contrapeso—, hay una cosa que desordena profundamente la estabilidad emocional de nuestro ejemplar prototípico y desarbola por completo los muros de su blindada fortificación: los sobrinos. Son, estos simpáticos y efusivos personajillos, su descomunal piedra en el zapato. Kryptonita fina. El torrente de agua hirviendo que arruina la escultura de hielo. Los alborotados sobrinos entusiasman y zarandean violentamente al soltero y lo hacen advertir, ay, su terrible soledad, las gigantescas proporciones de su vacío, su rumbo errático en la vida, el amargo sinsentido de su existencia. El armazón entero de sus principios se tambalea como el más endeble edificio. No hay hormigón que resista el terremoto de semejante ternura. Dos palabras en la graciosa lengua de trapo de los pequeños bastan para pulverizar la armadura, ayer indestructible, de nuestro desolado personaje.
Inequívoca y aterradora conclusión, compadre: no existe, pues, parapeto. Por más que arrastremos la mirada en derredor, no logramos divisar el erigido baluarte que nos defienda de la arrolladora y espontánea alegría de un niño. La breve y cristalina risa de esos duendecillos traviesos es un feroz huracán que quiebra y echa por tierra, y las sepulta en lo más hondo, amigo mío, las más firmes convicciones de nuestro tan independiente y preciado ideal de vida. Naufragamos, muy señor mío, en las aguas revueltas de un espeluznante desamparo.
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