Si bien es verdad que existe un deliberado empeño en hacernos creer que nuestro modo de vida no solo es envidiable y perfecto, sino moderno y desacomplejado, si bien tratamos de persuadirnos de que hemos dejado atrás las molestas convenciones teñidas de sepia del pasado, por el contrario, la ceñuda realidad se empecina también a su vez, con insistencia y quizá con más ahínco, en demostrarnos que de moderno y envidiable tenemos, a lo sumo y no en todos los casos, el corte de pelo. A través de multitud de plataformas se nos presenta un mundo idílico, un mundo que, aparentemente, recorremos hoy gozosos, henchidos de optimismo, pero que, como un frágil decorado de cartón bajo la furiosa lluvia otoñal, se desmorona con rapidez.
Los solteros, esa estirpe codiciable y mágica, corretean dichosos por los algodonosos pasillos de un precioso laberinto en que invariablemente encuentran alborozo y donde, entusiasmados, logran aliviar la inquietud de sus palpitantes corazones: enorme y cochina mentira. Tiempo atrás, los solteros —esa estirpe, más bien, abrumada y trágica— contaban con una ventaja primordial: se podía leer en las muecas congestionadas de sus rostros, sin miedo a la temida censura o al escarnio, una desolada tristeza. Era completamente lícito. Había motivos para sentirse atribulado, para merecer las muestras públicas de conmiseración. Hoy, sin embargo, un soltero se ve obligado a fingir que ha alcanzado un estado de inmejorable y digna complacencia, so pena de acabar enterrado bajo toneladas de infamia: la soltería ha de lucir como sinónimo de blindada y eufórica felicidad. No se atreva usted, botarate, a ponerlo en duda.
Pero lo cierto es que esta época actual, a despecho de su flamante escaparate, de sus fementidas imágenes, de sus edulcorados mensajes, de su obstinación en deslumbrarnos, permanece repleta de antiguos tópicos y de trincheras costumbristas: la vida de un soltero no es sencilla. Las reuniones familiares, verbigracia, son peligrosos campos de minas. Ahí va ese soltero egoísta que solo piensa en sí mismo y en su propia satisfacción, que repudia la sagrada esencia familiar con una sonrisita irreverente, que detesta a los niños. Atrapémoslo enseguida, cojámoslo por los pies. Se autoriza la pesca con arpón. Se recomienda, con encarecido ruego, marcarles el lomo con un hierro incandescente.
Poco importa, al parecer, que las razones de su soltería, en la mayoría de los casos, estén directamente relacionadas con la precariedad del mundo laboral —que amputa dramáticamente el deseo y las expectativas de formar una familia, o incluso de entablar una relación de pareja—, una precariedad crónica que se erige hoy, inevitablemente, como el terrible y vergonzoso símbolo de la estrategia fallida de un estado, de su estruendoso fracaso en materia social.
Asumiendo que la perspectiva femenina es aún más compleja, aborda un servidor este singular asunto, no obstante, de puntillas y desde un limitado punto de vista masculino, pues no se puede, únicamente con el objeto de escribir unas líneas, cambiar caprichosamente de sexo. Bueno, en realidad sí se puede.