Nos cansamos de todo, es un hecho empírico. El ser humano acaba por naufragar, tarde o temprano, irremediablemente, en el más denso de los hastíos. Sentimos la pesadez de la rutina hasta en el color de la mermelada, hasta en el rascar de la tostada, ahora insoportable. Nos aburre hoy la divinal blancura de aquellas cortinas que con tanto entusiasmo adquirimos ayer: «Blancas, cari, que dan más luz, que se ve la salita más diáfana». Aborrecemos con desprecio los hábitos que tan estimulantes antojábanse solo unos meses atrás: qué ameno ese paseo diario por el barrio nuevo, decíamos. Qué repugnante el asqueroso paseíto por este sucio suburbio de catetos, sentenciamos hoy.
Paradójicamente, aquí se erige el pasmo, una masa nutrida de personas, desde hace ya bastantes años, ha tomado la decisión de pintarrajearse el cuerpo, y no precisamente con unos colorines de travesura infantil que puedan borrarse tras una buena ducha con agua caliente, después de una alegre borrachera. Eliminar el tatuaje por completo puede llegar a ser costoso y abrumador. No obstante, y atendiendo con elevada perplejidad a los primeros argumentos de este insignificante e infeliz artículo, parece perpetuarse con extraordinaria contumacia esta afición por plasmar en la piel todo tipo de garabatos. Ahora bien: la camiseta más divertida, con el dibujo más original e ingenioso, no soportaría la emoción más allá de quince días. Usted no tendría narices a vestir tan fenomenal camiseta tres semanas consecutivas. El hartazgo se le subiría a la coronilla.
Habría que explicar, pues, y con razones realmente convincentes, en qué está pensando un individuo que apuesta ciegamente su pasión por lucir un dibujito en el brazo, no quince días, sino la friolera de toda una vida. Si, además —por subir temerariamente la apuesta y empujar todas las fichas al rojo—, el tatuaje simboliza un episodio de dudosa perennidad (el nombre de una persona con quien se copula ocasionalmente, por ejemplo), la tragedia se cierne inevitablemente. Ay, el amor se desvanece. Ay, el manchurrón queda. Es sobradamente conocido que una de las grandes satisfacciones, si no el verdadero objetivo, de una persona tatuada —lienzo viviente con piernas y aparato digestivo— es referir, con enorme deleite, el significado o la motivación de los infames rayajos: «Esto es una gata que tuve… Esto fue un viaje que hice a la Alcarria… Eso que llevo escrito en la barriga son los tres primeros capítulos de Pedro Páramo…».
A nadie puede sorprender que la eliminación de tatuajes se haya convertido en un próspero negocio, pero nos sigue asombrando la ingenuidad, la dulce y aparentemente sólida convicción, no exenta de ternura, de una persona que se emborrona la piel creyendo que será para siempre. En cualquier caso, hoy, pasearse por los pasillos del supermercado sin exhibir un tribal en la pantorrilla es cosa de parias. De analfabetos de la moda, de profundos ignorantes de las tendencias de este burbujeante mundo cambiante. Píntese usted ahora mismo una culebra indeleble y tricolor en el cuello. Súbase, no lo piense más, al tren rugiente del satisfecho rebaño.