Se pueden navegar hoy las aguas tibias y serenas, poco encrespadas, de un reconfortante matrimonio y, de pronto, inesperadamente, verse uno abocado mañana al naufragio, a la negra y silente soltería. En menos que canta el puñetero gallo. De la preciosa compenetración, del amor cómplice, de los años batallando juntos, del sendero recorrido de la mano, apoyados amorosamente en la baranda de roble; de enfrentarse codo a codo contra la adversidad, contra la bilis de la suegra, haciendo piña contra los agoreros; de erigirse en pareja modélica y envidiada… al “ahí te quedas, mundo amargo”. Y todo en un fugaz parpadeo.
El error sublime —aquí llega la guasa—, el error habitual, reiterado, convertido ya en forzosa norma social estipulada: echarse en brazos de una mascota, o viceversa. Tratar de curar la pena ancha y propia acariciando el suave lomo peludo de una criatura entrañable. De una criatura tierna, bondadosa, pero iletrada, de escaso verbo. Y asoman entonces las tardes infinitas de abismo, de terrible soledad, de preguntarse empecinadamente por el cruel sentido de la vida —como si esto importara algo, como si tuviéramos ahora que emborronar el folio con cuatro versos pomposos—, de preguntarse también por las raíces encendidas del dolor…, y el gato panza arriba en el sofá, advirtiendo la amargura del soltero y mostrando la más impertinente indiferencia. Dame pan y dime tonto, es decir, dame pienso y prosigue tú con tu ridículo tormento. El sobrevenido ascetismo es completo y más llevadero, rozando el lirismo, con un periquito en la jaula. Los ladridos del perro como sustitutivo del requiebro amoroso —buenas son tortas— de un atractivo maromo de ojos garzos.
Se lee más y mucho mejor en soltería, con un gato sobre las piernas. De cuando en cuando, se separa la vista del libro y se queda uno mirando al infinito con expresión mema, como examinando, rebosante de espiritualidad, los bastidores del universo. Triste desamor en tapa dura. Qué hermoso resulta dar rienda suelta a la aflicción, balanceándose en la mecedora, con el animal echado junto a la chisporroteante chimenea. Qué bello, qué hondamente se suspira al lamentar las grises amarguras del desamor mientras se pasea al perro por entre los pinos. Mientras se recoge la caca y se guarda en la bolsita negra.
Ay, cuántas sensuales veladas se han echado a perder por culpa de una mascota. Traer a una moza a casa y que el perro le estampe dos chorreantes lengüetazos en la boca. Con qué asiduidad se recorta el tiempo de visita cuando se encuentra a un gato en el idílico sofá. Cuán habilidoso no habrá de ser el amante para no perder concentración y comba mientras le corretea el hámster por la espalda. Mal se sale de una soltería haciendo alarde del profundo amor por la mascota. Pelos de perro hasta en la frente, hasta en la ropa interior, lo que induce, por otra parte, a la grotesca confusión. Nunca habrá suficientes velas aromáticas para disfrazar el singular aroma de las cajitas de arena.
De la experiencia mundana se infiere, permítannos el corolario, que el soltero es el mejor amigo del perro, y la soltera, del gato.
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