La cena de Nochebuena es, a nadie se le escapa, la más hermosa del año. La crisis personal —de haberla, y siempre la hay— se aparca durante unas horas, se oculta hábilmente bajo el primoroso mantel calado, y se apresura uno a teñir el ambiente de amables y risueños colores. Para no atormentar a los nuestros, que ya son mayores. La frustración que provoca la deriva de un proyecto empresarial, o el terrible dolor que causa la herida profunda de un reciente desamor, se encubren con destreza e ingenio durante las horas de esa preciosa noche para no despertar la preocupación de nuestros seres queridos. Nochebuena es una bellísima tregua, es un dulce rincón en este bullicioso patio de recreo de la vida, y merece que las familias se conduzcan con amor y con buenos deseos. Habrá tiempo mañana de regresar a la envidia, a la fría indiferencia, a la ojeriza y al desquite. Mañana podremos retomar nuestro comportamiento hipócrita y mezquino.
Sin embargo, hay un gran número de personas que viven en soledad, y que no encuentran en Nochebuena sino un triste páramo gris, sembrado de recuerdos marchitos, deslavazados ya, que les golpean el corazón como unas caprichosas tenacillas. Además de la física, hay otras soledades igualmente devastadoras, y que tanto se acusan en estas fechas: la espantosa soledad que sienten algunas personas acompañadas, o la agria soledad que inspira, por ejemplo, ese nutrido grupo de amigos, empapados de doblez, que ningún consuelo ofrecen, que en nada enriquecen el alma de las personas vulnerables.
La Nochebuena es la fecha más emotiva del año. Por esta razón, aquellos que forzosamente residen lejos de los suyos —por trabajo, por un sueño— se perfuman generosamente mientras la melancólica ola del recuerdo familiar rompe, apesadumbrada y enérgica, en las esquinas del dormitorio, mientras la ola restalla tozuda en los afilados ángulos de la habitación vacía, ahuecada y plomiza: se abotonan engalanados hasta la garganta, y se sientan después, sujetando la sonrisa con alambres, frente a la pantalla del flamante teléfono —un chollo del viernes negro—, dispuestos a mantener una breve videoconferencia, pues es cuanto les queda. Ay, cómo arde el aprisionado llanto en el pecho. Sustituir el encuentro navideño, los abrazos y el beso de una madre por una desangelada reunión digital no es sencillo, no es natural, no es saludable. Qué terrible caricatura del amor.
El esfuerzo de las personas que residen en soledad por inventarse los aromas, por recrear un clima de Nochebuena, es tan infructuoso como monumental. No puede uno, por titánico que pinte el ánimo, sentirse invadido a solas por el espíritu navideño. Como el muñeco abandonado de un niño, que despierta dolorosamente nuestra más arrumbada infancia, como ese suplicante y desechado muñeco de trapo, huérfano hoy, que nos desgarra el corazón con su lamento mudo y estridente, así, para esas personas solas, se erige en silencio, penosa y acongojadamente, esta entrañable festividad.
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