Comencemos alegremente por la descalificación: el tonto usa la ciencia para negar la ciencia. Este podría ser el improvisado axioma que confirmara los eufóricos argumentos de nuestro artículo. Pero tenemos más: el negacionista aborrece la explicación científica. En este punto, sentimos una suerte de graciosa compasión por el merluzo: imagine —por buscar precipitadamente un ejemplo— que está usted disfrutando de la película Superman y alguien se empeña en demostrarle que lo que aparece en pantalla no tiene sentido, que un individuo no puede volar valiéndose sólo de una miserable capa.
El negacionista niega, luego existe. Y aquí comienza el verdadero despertar de nuestras indignaciones: el negacionista lo niega todo, niega por negar, niega por hastío, por capricho, por airear la pataleta. Niega hasta rayar en el absurdo, hasta hacernos enrojecer de vergüenza ajena: la tierra no es redonda, plana o triangular; la tierra es como el negacionista le diga a usted, como su voluntad o su antojo decidan hoy. Pero no se detiene ahí, pues se esfuerza con todo su ánimo en convertir lo ridículo en grotesco: se han dado casos en que el negacionista ha llegado a negar incluso la maldad probada de una suegra.
Hubo un negacionismo primigenio que existió antes de que apareciese el moderno negacionismo: el que negaba, verbigracia, la conquista de la luna, fabuloso montaje cinematográfico donde los hubiera. Ríase usted de las películas futuristas, de todas. Las hordas negacionistas se deslizan a gatas, con una lupa apresada entre los dientes, por las revistas de publicación científica, que son para ellos como una repleta y asombrosa fuente de inspiración, como una musa para Homero, y en ellas encuentran argumentos maravillosos —negando e invirtiendo siempre la mayor— para dar rienda suelta a su contumaz fantasía. Se ha negado tanto sobre los beneficios de las vacunas que es difícil delimitar dónde empieza y acaba la comedia: se hace complicado trazar, y aquí surge el verdadero peligro, las líneas que definen dónde empieza y acaba el riesgo para la salud de los dóciles borregos que comulgan con las teorías temerarias de unos cuantos desiluminados. El negacionismo, llevado al paroxismo, se convierte —amén de la tribulación de la inteligencia— en una insoportable ensoñación: donde usted ve una nube blanca y algodonosa, surcando inocentemente los bellos cielos azules, ellos ven la amenaza de un tugurio espía y volador, de un laboratorio flotante, auspiciado por las grandes corporaciones capitalistas, donde confinan a los ciudadanos y les examinan alborozadamente el recto.
El negacionismo existe porque es una época perfecta, porque se dan todas las condiciones. Qué triste paradoja que nunca antes se haya tenido tan a mano la posibilidad de instruirse, de admirar las virtudes de la ciencia, y que se la desdeñe y pisotee deliberadamente. Por qué creer en los terribles hechos probados de la historia cuando se puede engrosar una entelequia y seducir a los más débiles con el eficaz altavoz de las redes, a los crédulos, a esas pobres gentes sin criterio, y también a esas personas que, contagiadas por la indolencia de estos tiempos felices —que ellas consideran emocionante rebeldía—, desprecian la verdad y el conocimiento y no sienten ningún interés por abandonar su ceguera.