Las promesas que brotan en la mente con motivo de la inauguración del nuevo año se desvanecen inmediatamente en el instante en que uno se incorpora, madrugón mediante, al infame puesto de trabajo. Con qué facilidad se evapora el entusiasmo bienintencionado con que pretendíamos ascender los primeros peldaños, preciosos y enmoquetados, del recién estrenado calendario. Es verle la cara jubilosa al odioso compañero —que ha cobrado tres pedreas y nosotros ninguna—, y venirse abajo hasta el último de los idílicos deseos de redención. Es escuchar a la encargada del taller cómo relata su magnífico viaje con cursis carantoñas, con todos los minuciosos detalles de sus opulentos banquetes, y sentir que la más agria e intensa pesadumbre nos estrangula la garganta con garras de acero. Pueden irse ya a la mismísima mierda la intención de apuntarnos a un gimnasio y el propósito, ayer tan firme, ayer tan sólido, de no comer otra cosa que lechuga y tofu
Sin embargo, una coruscante idea se revela con fuerza en la desfavorecida cabeza de algún pobre mentecato, y es esta idea, abrumadora y original, la de encarar el nuevo año con flamantes perspectivas poéticas. El mundo entero —reflexiona el merluzo con ínfulas artísticas— es un vasto y hermoso lienzo, y en él podremos volcar cuanta belleza encontremos en nuestro quehacer cotidiano. La vida misma —continúa barruntando esta alma cándida, con los ojos enrojecidos y el corazón tamborileando— es un excelente cuaderno de blancas y virginales páginas. Tracemos en él, pues, la más primorosa poesía.
Y sale entonces a la calle el memo cargando a hombros con su arrebato lírico. Se cruza en su camino el mecánico, cubierto de grasa hasta los párpados, encabronado porque ha cambiado seis aceites esta mañana y no ha cobrado ninguno, y el ceporro le dedica unos versos de viva voz: «Mecánico de nuestro barrio, que con tus manitas afanosas haces sanar las tripitas de nuestros cochecitos lindos…», y no recibe un puñetazo porque casualmente pasa por allí Joselito, el municipal. Y a este precisamente encamina ahora sus versos el poeta de nuevo cuño, y se arrodilla a los pies del agente de la autoridad, con el pecho henchido de gloria: «Guardián de la paz, amoroso centinela de nuestra concordia, pilar infrangible de nuestra armonía…», y poco falta para que Joselito le dispare a bocajarro, pero entonces recuerda que se jubila dentro de año y medio, y mal asunto sería ponerse ahora a rellenar papeles. El atolondrado poeta, que ha aflojado las riendas de su pasión creciente, se coloca luego bajo la ventana de Rosita, amor platónico que con regularidad ha venido despreciando sus alabanzas, y brinda en este punto el trovador nuevas estrofas a la dama: «Ay, Rosita. Desbocado late mi corazón por un parpadeo ligero de tus ojos, permite que ansioso trepe el muro de tus virtudes…», le dice, a golpe de guitarra. «Me casé el mes pasado, tío mierda, déjame ya con tus monsergas», responde Rosita en un tono algo menos poético.
En este nuevo año que se despliega ya ante nosotros, compadre, tal vez resulte exagerado adornar los días con plomiza poesía, pero se hace indispensable, no obstante, afrontarlo siempre con humor. No solo el nuevo año: también la vida.
Comentarios