La fascinación por la guerra es inherente al ser humano. Tal era la conclusión que arrojaba la carta que recibió Einstein de Freud, cuando en 1932 el científico lo consultó acerca de la forma de evitarla, pues él, que era un pacifista convencido, no se encontraba capacitado para responder. Parecida respuesta dio la escritora Virginia Woolf en 1938 a un reconocido abogado, con la diferencia de que ella afirmaba que la violencia era privativa de los hombres (rara vez una mujer había empuñado un arma para matar en las guerras) y señalaba al sistema educativo y a la cultura patriarcal como responsables del animus belli .
La anécdota, de por sí muy significativa, la recoge el escritor mexicano, profesor de la UNAM, Enrique Díaz Álvarez en «La palabra que aparece» (Premio Anagrama de ensayo en 2021), una obra que se origina como reacción ante los conflictos que en su propio país ocurrieron en la mal llamada “guerra contra el narcotráfico”, dejando muertos y desaparecidos. En la portada, un testimonio de ese horror, la imagen de los pobladores de Sinaloa convertidos en forenses improvisados en la búsqueda de sus familiares exterminados por los asesinos del orden. Díaz Álvarez buscó inspiración para su análisis en los clásicos de la Antigüedad, Homero entre ellos, y también en los testimonios que a lo largo de los siglos de interminables guerras dejaron sus víctimas.
La tesis del ensayista mejicano es que conocer la palabra de los supervivientes y víctimas que denuncian las masacres y genocidios de la Historia, es la única posibilidad de evitar que se repitan. Un intento loable, pero que tal vez sea insuficiente a la luz de lo que se nos muestra en las voces de reporteros de guerra que cubrieron y participaron de manera activa en los combates de varias guerras. Estos periodistas de la línea roja del ardor guerrero confesaron estar entusiasmados en medio de las bombas y las balas, llegando en ocasiones a tomar parte en la acción, lo mismo que la mayor parte de los militares entrevistados, salvo excepciones como la de un soldado que asombrado ante las motivaciones del corresponsal americano de Esquire Michael Herr, que no eran monetarias, le dijo que “no habría dinero suficiente” para obligarlo a estar en Vietnam.
Freud, en su carta de respuesta a Einstein, que se sentía acosado por ser considerado (sin razón ni motivos) “padre de la bomba atómica”, le aseguraba que la humanidad se movía pendularmente entre Eros y Tanatos , es decir entre la pulsión sexual y la muerte, y que reprimirlas solo conduciría a efectos perjudiciales. Había, pues, que considerar la guerra como algo natural e inevitable, casi como una especie de maldición biológica.
Entre los testimonios escogidos por Díaz Álvarez están los referidos a la mal llamada “conquista” de las tierras americanas por el Imperio español. La vieja “leyenda negra” resurge de las páginas de testigos silenciados u ocultos de esa época, como Bernal Díaz del Castillo, un soldado que dio una versión distinta a la que con ribetes de epopeya heroica ofreció Hernán Cortés al monarca español. La caída del Imperio azteca no fue obra del genio y valor militar de un solo hombre como Cortés, y sí fue un genocidio perpetrado con la complicidad de otras tribus que ajustaron cuentas con los mexicas en una alianza contra natura con las huestes españolas.
El desfile de acontecimientos históricos y nombres famosos es constante a través de las páginas del libro. Elías Canetti, Simone Weil, Hanna Arendt, Walter Benjamin, Orwell, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, con Hiroshima y Nagasaki como hitos de la brutalidad genocida, se despliegan como un gigantesco panóptico de desgracia ante los ojos del lector. Que, en mi caso, no atino si entristecerme, indignarme o desear que la especie humana desaparezca del planeta como expiación de su incorregible instinto asesino. No hay en el reino animal ningún ejemplar que planifique la desaparición de individuos de su misma especie, como hace el homo sapiens.
Cuando veo al presidente Biden clamar contra su homónimo ruso acusándolo de genocida, me parece que sufre un ataque de amnesia respecto al ataque atómico de su país a Japón en 1945. El genocidio no prescribe, lo afirman las leyes internacionales. Y pervive como una mancha sanguinolenta en el rostro y las manos de la mayor parte de los países europeos que fueron potencias coloniales, por mucho que el Rey Felipe de Bélgica clame el mea culpa en estos días en su visita al Congo.
Hoy se nos intenta convencer de que la única forma de acabar con una guerra genocida a la antigua usanza y que lleva más de cien días, es inundar el territorio de Ucrania regalándoles misiles y carros de combate. En La palabra que aparece Díaz Álvarez nos recuerda que al final las guerras no dejan vencedores ni vencidos, solo víctimas. El vencedor, como ocurría en viejas historias y narraciones como La Ilíada, termina también vencido o condenado. Y nadie, a posteriori, puede justificar o encontrar la razón por la que una guerra se origina. Los aqueos y los troyanos al final no recordaban si había sido por la tal Helena, y poco les importaba. Lo mismo pasará cuando la humanidad del futuro pasee por las grandes avenidas de la reconstrucción ucraniana, donde se alzarán modernos edificios sobre las ruinas de ahora.
La violencia sexual contra las mujeres en la Historia tiene también su capítulo en este libro aleccionador y altamente recomendable. El cuerpo femenino como botín de guerra dejó huella en las mujeres alemanas violadas por los aliados en la Segunda Guerra y también en el holocausto perpetrado bajo la presidencia de Felipe Calderón en México por su ejército, en el que ancianas indígenas fueron violadas y martirizadas por las tropas. Lo que vendría a demostrar que – como afirma la antropóloga y activista feminista Rita Segato- no se puede disociar la violación sexual como una mera satisfacción de un apetito, pasando por alto de que se trata de una lógica de control y dominación física y moral del otro, ya que la lujuria de la soldadesca en las guerras no puede explicarse solo por deseo sino por la intención de ejercer un castigo cruel al vencido. Lo mismo puede decirse de la mayoría de los delitos sexuales, que son producto y consecuencia del machismo y su violencia intrínseca.
Leonard Cohen nos dejó una bella canción que, como tantas otras de su creación es un himno que bebe de fuentes cabalísticas. Y se titula precisamente así, Anthem (himno):
«Las guerras volverán a estallar
La santa paloma
Otra vez cogida
Comprada y vendida
Y comprada de nuevo
La paloma nunca es libre
Toca las campanas que aún puedan sonar
Olvida tu perfecta ofrenda
Hay una grieta en todas las cosas
Así es como la luz entra”
John Donne, en el S. XVII , escribió aquel famoso poema del cual Hemingway sacó el título de su famosa novela sobre la Guerra Civil de España. “No preguntes por quién doblan las campanas, porque doblan por ti”. Las campanas de la guerra están doblando por todos nosotros. Nos corresponde tocar las de la Paz.
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