Cuando se arroja una opinión sobre un asunto tan controvertido y delicado como el de los asesinatos machistas, lo más aconsejable es ir mirando de reojo el listado de próximos vuelos, y, en cuanto se asiente sobre el papel la última sílaba, echar a correr. Es decir, echar a volar. Pero bien lejos. Porque le van a sacudir a uno hasta en las muelas del juicio. Si las más sesudas autoridades no han conseguido dar todavía con la tecla, si esos supuestos comités de expertos no han logrado hallar aún el modo en que atajar esta repugnante lacra que nos desgarra casi diariamente el alma, que no solo cubre de sangre y horror las calles y los hogares, sino también nuestras conciencias, cómo demonios podría encontrar la solución un torpe emborronador de folios que no es capaz de adornar la o con un canuto.
Lo que sí podemos entrever, no obstante, a poco que escarbemos, son algunos de los orígenes de la posterior tragedia: el hogar en que campa a sus anchas un energúmeno, el hogar en que un padre violento educa a sus hijos a golpes con la salvaje agresividad de una bestia enloquecida. Qué difícil tendrán esos niños desenvolverse mañana, en sus relaciones personales, y aun en la vida, con consideración y buenos modos.
Lo que entrevemos, a poco que se escarbe, es que hay mujeres que se niegan a reconocer las señales rojas, las señales de alarma que advierten, muy visiblemente, de que tras ese hombre que acaban de conocer hay un cafre. La prudencia recomienda mantener la distancia inmediatamente, pero cuántas veces asistimos con dolor a la triste escena en que una hermana o una amiga, o una compañera de trabajo, con la huella de una agresión, argumenta en favor del animal: «Me pega, pero me quiere. Yo sé que me quiere.» Sí, te quiere mucho. Te quiere tanto que te matará.
Lo que entrevemos es el enorme fracaso que conlleva educar a los niños como príncipes, siguiendo las directrices de esta sociedad moderna y condescendiente. El fracaso de educarlos con exquisito mimo. Los niños de hoy no están acostumbrados a una negativa. Se fomenta el diálogo a toda costa. A un niño hoy no se le puede levantar la voz. El niño aprende que con media pataleta le basta para conseguir lo que desea. Hemos comprobado cuán desafortunado es tratarlos como sultanes caprichosos, lo vemos en el entorno escolar, en el entorno educativo, donde ya, por no molestar, por no contrariarlos, no se les exige ningún esfuerzo. No hay más que ver cómo los jóvenes de hoy se dirigen a sus profesores, con cuánto desaire, con cuánto menosprecio.
Explique usted mañana, pues, a ese niño que lo ha tenido todo, que dispuso de todo recurriendo sólo a la rabieta, explíquele usted mañana que esa mujer de la que se ha enamorado, esa mujer de la que se ha encaprichado con violento antojo, y de la que no está dispuesto a recibir una negativa, explique usted a ese niño consentido, hoy convertido en hombre, que esa mujer no lo quiere, que esa mujer no es para él, que esa mujer lo rehúye: no espere usted que ese adulto mimado y déspota, que nunca aceptó un no, admita ahora, de forma serena, el rechazo de una mujer. No espere usted, por su parte, comprensión, tolerancia y cortesía.
Lo que sí podemos observar, rascando apenas la superficie, es que todo depende de la correcta educación, de inculcar sólidos valores y de enseñar a respetar siempre al prójimo, cualquiera que sea su condición, y que estrategias esperpénticas —propias de personas esperpénticas—, como la del lenguaje inclusivo, no sirven más que para provocar la risa. Es muy significativo que la violencia machista esté creciendo hoy entre los jóvenes, entre esos jóvenes que han sido malcriados, desgraciadamente, como príncipes tiranos.
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