Cuando el profesor Malatesta me explicó las razones por las que se había cancelado el Proyecto Australis, comprendí su actitud y la de sus colaboradores. A veces es preferible no llevar las aventuras científicas hasta sus últimas consecuencias, porque, como nuevos doctores Frankenstein, podríamos acabar fabricando monstruos. O, peor todavía, los monstruos podríamos ser nosotros mismos.

Todo había empezado cuando un equipo formado por paleontólogos, biólogos moleculares, antropólogos e informáticos, dirigidos por Malatesta, decidieron hacer un audaz experimento con los restos de un pequeño Australopiteco muerto hace unos dos millones de años en las faldas del Kilimanjaro y muy bien conservados en un depósito de cenizas volcánicas petrificadas, que había permanecido intacto durante todo ese tiempo, a través de los siglos y las catástrofes. Era una oportunidad única para tratar de extraer la totalidad, o al menos una parte, de su genoma y comprender los orígenes de nuestra especie. Yo, como periodista científico, los seguí muy de cerca en su fascinante trabajo, y vi cómo no siempre el éxito acompañaba a sus esfuerzos.

-Ha pasado demasiado tiempo y el ADN ha sufrido muchas alteraciones; así que nunca podremos reproducir al individuo completo – me decía el doctor Malatesta -, pero al menos hemos podido clonar una considerable parte de su cerebro y trataremos de analizar sus procesos mentales.

Meses después, el equipo se arremolinaba alrededor de un receptáculo de vidrio lleno de un líquido nutritivo que hacía las veces de sangre y en el que flotaba un pequeño encéfalo de apariencia humana, conectado a multitud de cables y sensores, que llevaban su información a varias pantallas y altavoces.

-Estoy seguro de que en esta pequeña cabeza ya anidaba toda nuestra maldad de depredadores sociales – comentaba Dupont, el antropólogo del grupo -. Seguramente eran caníbales y se organizaban en grupos familiares o tribales para disputar el territorio a sus vecinos. Si sentían alguna inquietud espiritual, ésta se traduciría en sangrientos sacrificios rituales… Venimos de las bestias.

El cerebro empezó a funcionar y, de alguna manera, demandaba información.

-Le facilitaremos todos los datos que pueda asimilar: nuestro lenguaje, nuestras costumbres, nuestra historia, nuestra civilización en suma… y cuando esté preparado,  le pediremos que nos dé su opinión – me explicó Malatesta, muy excitado.

Tres años más tarde, tendría lugar el gran acontecimiento.

Aquel día, al conectar el cerebro a los sensores, una especie de rugido bestial salió de los altavoces, y fue modulándose hasta convertirse en frases inteligibles.

-¿Sois… sois vosotros? – preguntó, vacilante, el cerebro del homínido.

-Sí, somos tus descendientes humanos – le contestó, emocionado, Malatesta.

-¿Y así vivís ahora, y eso es lo que hacéis con la Naturaleza y con vuestros hermanos?

-Sí, eso es lo que hacemos.

-¿Y habéis poblado todo el mundo de esta manera? ¿Y las luchas entre grupos las lleváis a cabo con esas armas tan poderosas?

-Sí…

-¿Y teniendo todas esas máquinas y ese poder, estáis destruyendo los bosques y las praderas, y hay tantas personas que pasan hambre?

-Sí – contestó Malatesta con cierto temor…

-Pues… ¡SOIS UNOS SALVAJES! – rugió la criatura ancestral, antes de cortar desdeñosa y definitivamente la comunicación. Se suspendió el experimento y ya nunca se intentó poner de nuevo en funcionamiento el rudimentario cerebro del Australopiteco. La Especie Humana, una vez más, había hecho el ridículo.