“Reflexiones del ciudadano Pérez”: “Diez mil trillones de monos escribiendo a máquina”
Dicen que si pones a diez mil trillones de monos a escribir a máquina, necesariamente habrá alguno que, por mera casualidad, pero según un cálculo infalible de probabilidades, acierte a escribir el Quijote. Del mismo modo, si pones a los diez mil trillones a pintar cuadros, alguno pintará la Mona Lisa.
Yo, por mi parte, y después de haberme pasado diez meses enseñando a mi gorila Pompidú a pintar cuadros abstractos, me conformaba con que me ayudase a desenmascarar a todos esos carotas que estafan a los pardillos, haciéndoles creer que sus manchurrones sin pies ni cabeza son obras de arte. O a ese otro que ataba un ladrillo con dos cuerdas sobre un lienzo sucio, y decían de él que era el no va más de la pintura informalista. Y a ésos que sostienen que hay quien ha asumido la inocencia infantil, y pinta mamarrachos, como los niños pequeños. Pero para eso ya están los niños, así que podríamos decir que sobra Miró. Y cuando Tapies decía que un desconchado en la pared también es arte, yo le hubiera respondido que desconchados ya tenemos en muchas paredes; así que sobra Tapies. ¿Y Picasso? Después de demostrar que sabía pintar bien, aunque sin pasarse, en sus etapas azul y rosa, su hizo cubista – ¿por qué no triangulista o esferista? – , creó un sello personal, y bastaba un moco en una servilleta, y debajo su firma, para que valiera millones. Recuerdo que un famoso crítico de arte de la revista Triunfo, en un artículo dedicado a Picasso, afirmaba que hasta los borrones de sus dibujos a plumilla eran maravillosos. Yo le mandé una carta, que por cierto no se publicó, en la que le contestaba que un borrón, lo haga quien lo haga, es un borrón.
Para mí, el arte sin mérito no es arte. El arte debe ser bello, expresivo… y difícil de realizar; porque si fuera fácil, si todos pudiésemos pintar la Gioconda, ¿para qué íbamos a ir al Louvre a admirarla? ¿No os parece? Yo diría que el artista moderno más valioso es Dalí, porque, aunque estuviera loco de atar o fuera un sinvergüenza ávido de dólares, sus cuadros tienen una belleza y una dificultad inigualables. Yo mismo podría pintaros ahora un cuadro que pareciera de Picasso o de Miró, pero, desde luego, para pintar el Cristo de Dalí hay que tener las manos de un Velázquez.
Bueno, el caso es que una tarde puse en la jaula de Pompidú un lienzo fijado a la pared y, a sus pies, una caja llena de pinceles y tubos de colores. Después me marché para que el bicho se encontrara a gusto. Mi intención era presentar el resultado de sus juegos a algún certamen y, si ganaba un premio, mostrar el verdadero autor a la prensa y poner así en ridículo a todos esos “artistas” abstractos que pintan peor que los gorilas.
Me fui a pasear por las orillas del Sena, aspirando el suave y dulzón olor de las flores en la primavera parisina, admirando los puestos de libros de lance y los andares de las chicas francesas, que tienen un no sé qué capaz de despertar a la libido más adormecida. Me tomé un café en la Place de Tertre, de Montmartre, en el viejo café de la Cremaillere, y volví sobre mis pasos, a ver el engendro que habría perpetrado mi mono. Subí las escaleras, lleno de curiosidad, y me fui al cuarto de Pompidú. Tras los barrotes, un cuerpo peludo, manchado hasta lo indecible de todos los colores, reposaba sobre la paja. Al anochecer, cansado ya de juegos, había dejado los pinceles y se había echado a dormir. Al fondo, colgado de la pared, estaba el cuadro…
Encendí la luz y contemplé, sobrecogido, la obra del primate. ¿Cómo describiría mi asombro, incluso el terror que recorrió mi espalda en un violento escalofrío? Desde el lienzo me sonreía la mismísima Mona Lisa, con su brumoso paisaje al fondo, con sus elegantes manos descansando sobre el regazo, con su peinado renacentista y su túnica verdusca de pliegues perfectos. Solo un detalle la hacía diferente de la de Leonardo: Estaba guiñando un ojo, y su sonrisa, más que enigmática, era de complicidad.
¡Maldita sea! ¡De diez mil trillones de monos me tenía que tocar éste!
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