-Nos han retirado la subvención, muchachos, así que a primeros de mes tenemos que dejar el laboratorio –nos dijo el director del proyecto con lágrimas en los ojos–. Ya sabéis, la crisis, los recortes… y esos políticos incultos que creen que la ciencia es un lujo superfluo. Llevaos a casa lo que queráis, que ya vendrán tiempos mejores…

Por mi parte me llevé el contenedor con las pruebas de virus sintéticos, aunque sabía muy bien que no podría continuar mis investigaciones, ya que para eso hubiera necesitado un material y un dinero de los que no disponía. Mi trabajo había consistido en descubrir una hormona que se aloja en la pituitaria cuando el sujeto adopta conductas antisociales, que intenta justificar con mentiras. Llamé a esa hormona “mentirosona” e intenté controlarla mediante un virus sintético de mi invención. Tenía la esperanza de que si podía destruir la dichosa hormona conseguiría modificar el comportamiento de ciertos criminales o, en todo caso, poner a disposición de los jueces un detector de mentiras infalible. Pero todo el estudio estaba todavía en ciernes cuando me vi en casa sin saber dónde guardar aquella maldita y voluminosa caja hermética.

Para colmo, pocos meses más tarde, recibí una notificación del juzgado en la que se me comunicaba que iban a proceder al inmediato desahucio de mi vivienda, por falta de pago de la hipoteca. Hundido en la más miserable ruina, sin mi salario y agotados mis ahorros, había caído de nuevo en el alcoholismo y era incapaz de razonar. Me fui a casa de mis padres y me olvidé del contenedor, abandonado en un rincón del sótano.

Cuando me recuperé de  mi adicción en un centro especializado y volví a pensar con coherencia, comprendí el desastre que podía ocurrir si el envase de los virus era abierto por manos inexpertas y éstos se liberaban en la atmósfera. Corrí a mi antigua casa justo a tiempo de ver a las excavadoras terminando de demoler el edificio. Entre los escombros acumulados en medio de la calle estaban los restos aplastados de la caja metálica. Aún salía de su interior un ligero vapor que se diluía en el aire. El daño, pensé, ya estaba hecho, y me marché de allí compungido y silencioso.

Al día siguiente, durante una rueda de prensa del Jefe del Gobierno, ocurrió el primer caso del que luego se llamaría Síndrome de Pinocho. Un periodista preguntó a nuestro mandatario si los recortes en sanidad y educación eran absolutamente necesarios, y conforme el interpelado iba exponiendo sus razones con vehemencia, empezó a crecerle la nariz hasta alcanzar dimensiones desproporcionadas. ¡Y en todas las naciones del mundo estaba ocurriendo lo mismo! En la prensa de los días siguientes aparecieron los más famosos personajes de la política luciendo desmesuradas napias. Y cuando un conocido obispo católico negó en público que los sacerdotes de su diócesis hubieran cometido abusos a menores, también fue hinchándose su nariz y poniéndose cianótica. Otros líderes religiosos corrieron la misma suerte; y riquísimos banqueros y hombres de negocios, algunos de los cuales prefirieron morir asfixiados bajo el peso de una nariz gigantesca y monstruosa antes que abandonar sus prácticas abusivas. En pocos días, toda la élite mundial había quedado fuera de combate, ante el ataque de un misterioso virus que se cebaba en las narices de los poderosos.

A partir de entonces, la Tierra entera se convirtió en el paraíso que siempre debió haber sido. Se frenó el calentamiento global, se erradicaron las hambrunas y las enfermedades en el Tercer Mundo, cayeron todas las dictaduras, no hubo más guerras ni crisis económicas, se clausuraron todos los paraísos fiscales y el Sistema Capitalista fue declarado ilegal por atentar contra los Derechos Humanos. Un predicador evangelista televisivo afirmó que el poder basado en la mentira había provocado la ira de Dios, en forma de epidemia del Síndrome de Pinocho. Y a él también le creció la nariz.

Yo guardé silencio, no fueran a pedirme responsabilidades por haber cambiado el Mundo.