“Estoy dormido”, pensó Faruk antes de abrir los ojos.

         -Vaya, estaba rezando y no sé cómo me he quedado dormido- se excusó ante Selím, que le sacudía el hombro para despertarlo.

         -No te preocupes, hermano, has pasado unos días muy tensos y estás muy cansado… – le contestó su amigo, dándole ánimos – Vamos, es la hora.

         Mientras sus compañeros le colocaban el chaleco explosivo, bajo la adusta vigilancia del imán Omar que rezaba en voz baja, Faruk no podía dejar de pensar en el extraño sueño que había tenido unos minutos antes… Si es que había sido un sueño.

         Había soñado que estaba de nuevo en Irak, en una cueva calcárea de tonos rojizos, atalaya sobre un paisaje desértico. De pronto, se había vuelto y reconoció tras él al mismísimo Arcángel Gabriel, el mensajero de Dios. Se trataba de un ser muy alto, de largo cabello lacio y profundos ojos claros. Faruk se había postrado ante él, dispuesto a escucharlo, pero las palabras del ángel lo habían llenado de consternación.

         -¿Cómo puedes creer – le había dicho – que a Dios le complace que te inmoles, segando la vida de inocentes? Tú te has formado en este país occidental y recibiste una educación esmerada, tanto científica como religiosa. ¿Qué te ocurrió para que el imán Omar te convenciese de que debías ir a Irak a prepararte para ser un mártir de esa Yihad que predican los suyos? ¿De verdad estás seguro de que tu acción exterminadora y suicida agradará a Dios? ¿Puedes creer, por tanto, en un Dios al que le gusta ver correr la sangre de las mujeres, los niños y los hombres pacíficos? Piénsalo… – y fue entonces cuando Selím lo había despertado…

         A bordo del autobús, se vio rodeado de una multitud de personas ignorantes de su inminente sacrificio. Jóvenes hermosas, mujeres y hombres de rostro bondadoso o indiferente y varios niños de mirada inocente y clara lo rodeaban por todas partes. Introdujo su mano derecha en el bolsillo y apretó el pulsador. Ya no había vuelta atrás. En el momento en que retirase el dedo del botón, la luz se apagaría para él y… seguramente…  amanecería en un paraíso creado por Dios para premiar su martirio. “Seguramente”, pensó, solo “seguramente”; porque en el fondo de su alma, el arcángel del sueño había sembrado la duda. Y se imaginó a todas aquellas personas convertidas en un amasijo de carne sanguinolenta, en medio de una vorágine de fuego y humo, entre los restos retorcidos del autobús.

         Por detrás de la gente, el rostro severo de un hombre muy alto, de cabellos lacios y ojos claros, lo miraba con intensidad… “No lo hagas”, parecía decirle, mientras una niña rubia, que llevaba en brazos, le dedicaba una angelical sonrisa…

         Cuando regresó al piso franco, llevaba aún la mano en el bolsillo, apretando el botón del pulsador. No tenía más que soltar la presión y el infierno estallaría a su alrededor, matando a todo el que se encontrase a menos de quince metros de distancia.

         -¿Por qué has vuelto vivo, Faruk? ¿Qué te ha pasado?- le preguntó el imán, con el rostro demudado, mientras alguno de sus compañeros empuñaba una pistola.

         -Si alguno de vosotros me dispara, moriréis todos conmigo, pues ya he pulsado el detonador y no tengo más que soltarlo – les dijo Faruk con una rara frialdad. Después se dirigió al imán.

         -Felicidades, hermano Omar, porque hoy te vas a convertir en un mártir de la Yihad – y abandonó el tono irónico para  rogar a todos-. No penséis que soy un traidor…

         El imán inició un lento y disimulado movimiento hacia la puerta de la estancia, pero Faruk se le adelantó, soltando el pulsador después de rezar una breve oración:

         -Dios, Dios, te pido que no seas ese Dios sangriento que nos predican algunos imanes. Porque si has de ser esa clase de Dios, prefiero que no existas.

         Y el piso saltó por los aires, con todos sus ocupantes.