Ayer te vi. Estabais lejos, a más de cien metros de nuestras alambradas y, sin embargo, tu figura delgada y elegante destacaba entre todas las prisioneras. Ni siquiera tu cráneo rapado te ha hecho perder la enorme dignidad que transmite tu paso firme y elástico, tu rostro alzado al viento, el movimiento armónico de tus brazos al andar.
Y pensar que ni siquiera me conoces, que no eres consciente de que en este campo diabólico hay un hombre que sueña contigo y se interesa constantemente por tu suerte. Desde que bajamos del vagón solo te he visto, o mejor adivinado en la lejanía, cinco veces. Y ayer te vi de nuevo; marchabas en la segunda fila de la formación, camino del trabajo agotador, flotando por encima de la crueldad de nuestros verdugos, despertando ese respeto que nace a tu alrededor y que hace que ni siquiera los capos y las matronas se atrevan a levantarte la voz. Te vi y mi corazón se agitó. ¡Aún estás viva!
Recuerdo nuestro viaje interminable en el vagón de ganado atestado de sufrimiento. Los lamentos, los estertores, eran constantes bajo aquel olor repugnante. Y sin embargo, tú permanecías en el rincón con la cabeza alta y tu sedosa cabellera agitándose al viento que entraba por el ventanuco enrejado. Fue entonces cuando me enamoré de ti y me inventé tu nombre… Te llamé Esperanza y creo que así te llamas, o deberías llamarte.
Dos días estuvimos cruzando nuestras miradas desde las esquinas opuestas del vagón repleto de gente humillada y moribunda. Nunca cambiamos una sola palabra y, sin embargo, conozco tu voz, o me la he inventado también; porque no podría ser otra.
Cuando llegamos, aquel doctor de dientes separados y mirada torva ordenó que nos dividiésemos en dos grupos, uno de hombres y otro de mujeres. Después nos fue escrutando uno a uno, hasta acabar separando de las personas de apariencia sana otra patética formación, la más numerosa, de niños, ancianos, embarazadas y enfermos a los que el médico declaró en voz alta que no eran aptos para el trabajo. Se los llevaron a darles una ducha y nunca más los volvimos a ver. Se dice que los condujeron directamente a las cámaras de gas, donde los asfixiaron sin clemencia. Y nuestras dos agrupaciones de personas aptas fueron conducidas a distintos campos, separados por unos cientos de metros. Nos cortaron el pelo, nos vistieron a rayas y desde el primer día nos hicieron trabajar hasta la extenuación, sin apenas nada que comer.
Si me vieras no me reconocerías… Bueno, la realidad es que nunca me has conocido. Soy un esqueleto al que le faltan varios dientes, y dos cicatrices horrorosas cruzan mi rostro. He recibido crueles castigos y palizas de los capos, pero he sobrevivido, y he sobrevivido por ti; porque espero que todo esto termine cuando unos tanques rusos o americanos crucen esa odiosa puerta, en cuyo dintel hay un letrero que dice que el trabajo nos hará libres. En estas noches de otoño, más allá de las llanuras lejanas, se oyen remotos estampidos; vienen del Este y son el eco de las cada vez más próximas batallas que acabarán dándonos la libertad. Por eso tienes que sobrevivir, por eso yo sobrevivo para verte libre y poder expresarte mi amor. En mi barracón soy el único superviviente de los que llegaron conmigo, y a ti debe ocurrirte lo mismo, ¿verdad? Sigues siendo una dama elegante y hermosa dentro de tu uniforme andrajoso. Porque eres un ser excepcional, de esos que irradian dignidad y mueven al respeto.
Mi querida Esperanza, mi amor de estos meses espantosos. Ya es otoño en Auschwitz y aún estamos vivos. Este invierno seremos liberados, ya lo verás.
Ayer te vi marchando con tus compañeras. Sobresalías sobre todas ellas, tan encorvadas y vencidas, con la cadencia elegante de tus pasos indomables, con ese rostro que adiviné sereno bajo el cráneo rapado y quizá tan sarnoso como el mío…
Vivo por ti, sobrevivo para ti, mi amor del verano.
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