Tenían antepasados comunes, pero habían evolucionado de forma diferente. En esencia, eran muy parecidos, aunque diferían notablemente en el tamaño y en algunas de sus costumbres.

El uno era un pueblo de seres grandes y pacíficos, de talante tranquilo y solitario, que se alimentaban de frutas y pequeños insectos. Hubieran sido unos excelentes antepasados nuestros, con su gusto por las puestas de sol y la vida en armonía con la Naturaleza. Tenían ciertas veleidades artísticas, de manera que a menudo trazaban líneas en el suelo e intentaban interpretarlas como figuras de animales y objetos. Lo mismo hacían con las nubes en las que adivinaban representaciones de gacelas celestes con las que soñaban recorrer las praderas azules. Ahora los conocemos como Australopitecus Robustus.

Sus primos, los Australopitecus Africanus, eran menudos e inquietos, astutos y curiosos. Nunca caminaban solos por la sabana. Les encantaba refugiarse en el grupo y organizar con sus hermanos cacerías de animales grandes y torpes que luego devoraban, disputándose la presa entre todos. Más que artísticas, sus habilidades eran de artesano, constructor de armas y herramientas, que elaboraban con piedras y quijadas de asno.

Hacía siglos que la especie se había escindido a ambos lados de una gran cadena de volcanes, hasta que un cambio de clima puso de nuevo en contacto a las dos ramas familiares. Los grandes no pusieron reparos al hecho de compartir su acogedor valle con los pequeños y nerviosos primos recién llegados, pero los otros, desde un principio, se resistieron a entablar contacto amigable con ellos, y se escondían en su presencia o los ahuyentaban con gestos amenazadores si se sentían fuertes en grupo.

Y el caso es que ambos pueblos mantenían tradiciones comunes. Según los viejos de las dos naciones, los “erguidos” (así se denominaban ellos mismos) descendían de una pareja primordial formada por el padre A-dn y la madre A-vha.

Aquella mañana, la tribu de los pequeños se preparaba para una cacería. El jefe de los cazadores, Ka-hinn, había convencido a sus hermanos de que tenían que realizar una acción hostil contra los erguidos grandes, para que se alejaran definitivamente del valle y no les disputasen la comida. En vano hubo quien argumentó que los grandes comían solo frutas y pequeños insectos, mientras que los pequeños preferían la carne de tapir, antílope y asno; así que de ninguna manera se hacían la competencia.

-Sí, sí, ellos comen ahora solo frutas e insectos, pero pronto nos verán cazar animales grandes y aprenderán a hacerlo. Y como son más fuertes y corpulentos, nos quitarán el sustento – argumentó Ka-hinn con mirada aviesa, consiguiendo la aprobación del resto de la tribu -.Tenemos que sembrar el terror en ese pueblo de gigantes, antes de que se den cuenta de su fuerza y nos exterminen. Tenemos que matar a su jefe y expulsarlos de este valle, que en adelante será solo nuestro.

Abb-del era el más grande de los gigantes, y también el más sabio y pacífico; y siempre se había esforzado en mantener la armonía entre sus hermanos, que lo consideraban el jefe. Como de costumbre, deambulaba solo entre los arbustos, recogiendo las mejores frutas para alimentar con ellas a su pareja y sus crías. Las iba depositando en una bolsa hecha con hojas, mientras mordisqueaba las menos llamativas con distraida indiferencia. Fue entonces cuando cayó sobre él una vociferante jauría de homínidos pequeños que le lanzaban piedras y golpeaban con quijadas de asno hasta que, pese a su corpulencia, cayó vencido ante sus malvados primos que, allí mismo, procedieron a extraerle las entrañas y desgarrar sus músculos para devorarlo ante la mirada horrorizada de los otros gigantes, incapaces, por su naturaleza pacífica, de enfrentarse a ellos.

Aquel día Ka-hinn mató a Abb-del, el pueblo de los Robustus se dispersó para siempre y se decidió el destino violento de la Humanidad.