Humo

Olía a humo y no había humo. Olían a humo la plaza, las calles, la casa, los sueños de Honoria. Olía a humo, al humo fosfórico y acre de las bombas, al humo espeso de las maderas rotas e incendiadas, al humo repugnante de los restos humanos. Olía a humo, aunque solo Honoria era testigo de esa percepción. Porque los otros, en aquella soleada mañana, solo sentían el olor de las flores en los puestos cercanos y, en todo caso, el omnipresente tufillo de los gases de los tubos de escape de automóviles y autobuses que transitaban por la vecina calle de Calderón de la Barca. Pero la pituitaria de Honoria guardaba un indeleble olor a humo en su memoria orgánica. El olor a humo le había acompañado siempre desde aquel 25 de mayo de hacía ya 72 años. Y allí, en el lugar del crimen horrendo, el recuerdo se acentuaba, se magnificaba, se volvía nauseabundo e insufrible.

Allí mismo, en la desembocadura de la calle de Velázquez con la Plaza de la Verdura había caído la bomba más asesina, la que causó más muertos, la que decapitó a más personas, la que mató al frutero Baltasar Ortiz, a la vendedora de huevos, a los parroquianos del bar vecino, a tantas mujeres jóvenes con sus niños en brazos.

Allí fue donde su amiga Asunción rescató un bebé todavía asido al destrozado pecho de una madre que creyeron muerta. Se fueron a las faldas del Benacantil con el niñito en brazos, y al bajar, horas después, se enteraron de que la madre vivía y le estaban suturando la tremenda herida del pecho, mientras lloraba la supuesta muerte de su hijo. Cuando lo vio vivo, dio por buena la herida y los dolores y las angustias. En la puerta del hospital, un médico con la bata blanca manchada de sangre separaba los muertos de los heridos y, a falta de espacio, los camilleros los depositaban en el suelo, a uno u otro lado, los unos para ser llevados al cementerio, los otros para intentar salvarles la vida…

De todos los recuerdos que quedaron grabados a fuego en la mente y en el cuerpo de la jovencita Honoria, fue ese olor a humo persistente, terco, inevitable que inundaba Alicante el que quedó para siempre como señal de su espanto, como cicatriz imborrable en su alma. Con el tiempo se le fueron olvidando las escenas horribles de miembros y cabezas cercenadas, los gritos de angustia, dolor y agonía, el sonido maldito de los aviones agresores, las sirenas que sonaron con retraso, los llantos y las maldiciones.

Todo se fue diluyendo bajo capas de buenos recuerdos, bajo un sedimento de dichas sobrevenidas. Honoria había tenido una vida dulce y provechosa, un bello y largo matrimonio, unos hijos buenos y cariñosos, nietecitos graciosos, vecinos amables, buenas comidas y reuniones, ocasiones afortunadas… y sin embargo, toda su vida estuvo oliendo a humo, al humo sulfuroso de las bombas, al espeso de la madera quemada, al repugnante de las vísceras humanas carbonizadas… El humo…

Le habían dicho que, al fin, el Ayuntamiento había accedido a las peticiones de algunas asociaciones ciudadanas y había colocado en la Plaza de la Verdura una placa con la leyenda: “Plaza del 25 de Mayo”. Había bajado a verla. Ya se sentía muy mayor y la caminata, aunque corta desde su cercana casa de toda la vida, se resentía en las articulaciones de sus castigadas piernas.  Llegó al recinto abierto, tan diferente al de entonces, sin el tejado de uralita que aquel día saltaba hecho añicos, sin los viejos puestos de madera pitada de gris, sin las columnas de hierro cubiertas de remaches.

Ahora la plaza, limpia y aireada, albergaba puestos de flores, dos bares con terraza y una estatua de Gastón Castelló sentado en un banco. Se acercó a la fachada del edificio principal del Mercado, el mismo de siempre, y pudo leer: “Plaza del 25 de Mayo”. Y se giró hacia Gastón con el sentimiento agridulce de que no era suficiente. “300 muertos se merecen algo más”, le dijo al pintor broncíneo e inmóvil, y se marchó a casa, acompañada de su eterno, íntimo y exclusivo olor a humo.

El verdugo desconocido

Mientras los agresores fueron anónimos pilotos de los aviones italianos que consumaron la masacre del 25 de mayo de 1938, los verdugos no tuvieron rostro, eran como oscuros fantasmas embozados cabalgando los “Halcones de las Baleares”, las aves negras que lanzaron sus bombas sobre la aterrada multitud de ancianos, ancianas, amas de casa y niños inocentes. Los muertos despedazados, machacados, se habían acumulado en el depósito del Hospital Provincial hasta alcanzar más de un metro de altura, según nos cuenta en sus memorias don Eliseo Gómez Serrano, director de la Escuela Normal de Magisterio de Alicante, que había de ser uno de los primeros fusilados de la ignominiosa derrota de la democracia. Sangre, luto y terror cubrieron nuestra ciudad como un sudario de silencio y de olvido durante muchos años; hasta que la ausencia del déspota nos abrió a todos una puerta a la esperanza.

Había pasado mucho tiempo, más de 40 años de la tragedia silenciada; más de 4 desde la muerte del dictador. Soplaban ya nuevos tiempos en mi patria; y poco a poco los supervivientes y los parientes de los muertos fueron recuperando la voz. Todos los 25 de mayo aparecían ramos de flores en los aledaños del Mercado Central, donde había ocurrido la hecatombe. Todavía no era un homenaje oficial, para eso tuvieron que pasar más años, pero el recuerdo justo, más que justiciero, iba volviendo por los senderos de la memoria. Hasta hubo quien indagó en los archivos históricos de la Aviación Italiana y obtuvo fotografías terribles de una ciudad indefensa cubierta por las explosiones de aquel día siniestro; y pudo leer el parte oficial de la indigna operación militar, con los nombres de sus dos jefes, los capitanes Zigiotti y De Prato.

Y aquel nombre ya no se me borraría de la mente: Tullio de Prato. ¿Cómo sería su rostro? ¿Qué habría sido de aquel asesino de mujeres, ancianos y niños inermes, cuyo único pecado había sido estar esa mañana en el Mercado de Alicante en busca de alimentos? Quise creer que habría muerto en la II Guerra Mundial, o que al final de la misma habría sido condenado por sus crímenes de guerra, o al menos expulsado del ejército de su país, que lo consideraría indigno de ostentar su honroso uniforme.

En eso pensaba yo mientras andaba por Rímini, frente al Adriático: Los italianos son nuestros hermanos, descendientes ambos de la misma madre Roma. No eran todos ellos nuestros enemigos, sino los fascistas que los dirigían. Y entonces me tropecé con el anciano. Era un hombre elegante, con esa distinción que adorna a algunos italianos.

-Mi scusi, signore – le pregunté – ¿dove si trova la Piazza Tre Martiri?

-¿Es usted español? – me confirmó más que preguntarme – Se le nota el acento.

-Pues, sí, señor – le respondí, como comienzo de una larga y agradable conversación. Él, me dijo sin entrar en detalles, había estado en España durante la Guerra Civil y guardaba bellos recuerdos de una tierra noble y hermosa.

Ya se agotaba la tarde cuando nos despedimos con un cálido apretón de manos.

-Me llamo Miguel y soy escritor. Si algún día viene por Alicante, allí tiene usted su casa – le había dicho sin percibir un ligero temblor de su pulso al oír mi procedencia.

-Yo soy Tullio de Prato, General de Brigada retirado – me contestó con orgullo.

Y la sangre se me heló en la mano, antes de acudir a mis mejillas.

No supe reaccionar. Mientras lo veía alejarse con los pasos quedos de un viejo próximo a su fin, yo me preguntaba: ¿No fue depurado? ¿No fue juzgado por sus crímenes de guerra? ¿Es posible que un asesino, con más víctimas que Jack el Destripador, haya podido permanecer en activo e ir ascendiendo, sin recibir ningún castigo por las muertes que sembró en el pasado? ¿El uniforme lo justifica todo?

El verdugo tenía rostro al fin. Y yo me prometí que su deshonra tenía que ser desvelada, porque la Historia le debía, y aún le debe, el más profundo de los desprecios.