Este invierno iré a Tabarca,

con mis telescopios y mis prendas de abrigo.

Y me sobrecogeré en medio de la ciudad vacía

de San Pedro y San Pablo,

dentro del oscuro entorno amurallado que tantas vidas y muertes

ha encerrado en su interior a lo largo de los siglos.

El viento helado curtirá mi rostro,

y el aire límpido y vacío

dará a la oscuridad una rara transparencia.

En el ocular, los cráteres lunares

se me mostrarán cercanos y precisos,

y estrellas, planetas y galaxias se desnudarán ante mí.

Pero, a mi alrededor, el peso de la Historia,

de las historias de los viejos tabarquinos,

de sus vidas duras y monótonas,

de sus muertes en la mar cercana,

de los naufragios,

de los ataques de los piratas,

agobiará mi ánimo como no lo hace en Verano,

cuando la vorágine de los forasteros

 agita la noche y la llena de ruidos estúpidos.

Presentiré el mórbido aliento de un fantasma

que pasará su dedo helado por mi espalda

en lo que podría ser tan solo un escalofrío.

Y en esa soledad oscura,

cuando solo una docena de isleños duerme entre las murallas,

sospecharé que mi nuca es el objetivo de la furtiva mirada

de miles de espectros que se ríen de mí, en silencio.

Y el viento marino parecerá traerme gritos pretéritos,

alaridos de aquellos locos de la isla que,

como vergonzantes cautivos

languidecían antaño en las noches oscuras y silenciosas,

confinados en las tenebrosas grutas

 y subterráneas mazmorras de la fortaleza.

Presentiré sus aullidos lejanos en el tiempo, y me estremeceré.

La isla, en invierno, recuperará su alma momificada

y me acechará bajo el Universo.