Cuando llegó al pueblo, en medio de un atardecer de sierras grises y viñedos oscuros, Norberto se sintió hundido. Menos la vieja casa de sus abuelos, lo había perdido todo, absolutamente todo. Sus pérdidas habían comenzado cuando desapareció su fe en John Norris, un eminente y caro economista que no supo avisarle de la crisis que se avecinaba. Y la explosión de la burbuja inmobiliaria lo había pillado con todo su capital invertido en la construcción de varias urbanizaciones de lujo en la Costa del Sol.
-No te preocupes – le había dicho John -, los bienes inmuebles nunca bajan de precio; así que lo peor que te puede pasar es que te quedes como estabas.
Torpe hijo de puta. Así que “como estaba” ¿eh? Las acciones de su empresa cayeron en picado y en unos días se vio en la ruina, con unas deudas a los bancos que no podía satisfacer ni siquiera ofreciéndoles todo su recién devaluado patrimonio. Sus antiguos empleados, todos ellos en el paro, lo insultaban por la calle, así como sus compradores e inversores que se sentían estafados; y hasta algunos viandantes anónimos que lo reconocían por las noticias escandalosas aparecidas en prensa y televisión.
-¡Ladrón, sinvergüenza…! – era lo más bonito que oía a su paso. Porque, claro, ante la debacle habían surgido a la luz sus viejos chanchullos con Hacienda y sus sobornos a políticos corruptos; delitos ya prescritos, pero muy presentes en los medios.
No pudo salvar nada de su antigua fortuna, solo la casita del pueblo, y allí se tuvo que ir huyendo de la vergüenza y del abandono de todos.
Porque la primera rata que había saltado del barco fue su mujer, Sonsoles, que se marchó con sus piadosos y riquísimos padres que, por cierto, no le habían echado una mano. Y la voluptuosa Débora, su amante mercenaria, había salido huyendo también, cuando olió que ya no había dinero en su cartera. En cuanto a sus viejos compadres banqueros y empresarios, quizá temerosos de que les pidiera ayuda, ya no respondían al teléfono. Estaba acabado, lo había perdido todo… salvo la casita del pueblo.
Esa noche bajó a la bodega y llenó una botella de aquel vino añejo que de pequeño veía mimar a sus abuelos en un gran tonel. Lo probó, estaba espeso, fuerte y dulzón; ideal para emborracharse y adquirir las fuerzas y la inconsciencia necesarias para suicidarse. Cuando estuviera completamente borracho se asomaría a la terraza trasera de la casa, que daba a un profundo barranco, y no tendría que hacer otra cosa que apoyarse en la vieja barandilla, inclinarse hacia delante y dejarse caer.
Pero cuando estuvo completamente borracho se quedó dormido entre las telarañas del sofá, ante la chimenea de llamitas agonizantes…
Lo despertó un rayo de sol, o quizá el canto de un gallo, o el sonido de las esquilas de un ganado que pasaba por la calle, camino de los pastos. Se desperezó, se tomó un Alka-Seltzer en un vaso de agua y se preparó un café que lo despejase. Por la ventana de la cocina vio un amanecer luminoso y salvaje, como no lo había visto en muchos años. El sol surgía de un horizonte quebrado de montañas azuladas y blancas. Más acá, los bosques y los prados doraban su verde a la mañana, mientras las pacientes vacas comenzaban su labor diaria de dar buena cuenta de la hierba, que habría de convertirse en leche espesa y nutritiva. Posado en la barandilla de la terraza, cantaba un pajarito, y un indiscreto coleóptero pasó zumbando camino de las vides cercanas. Salió al exterior y respiró con ansia aquel aire puro y fresco, embalsamado de efluvios de flores silvestres, leche recién ordeñada, heno y vida, mientras saludaba a un vecino curtido y con boina que le sonrió desde otra terraza, con un gesto de sincera amabilidad.
-Hoy va a hacer un buen día, ¿eh, vecino?
-Sí, desde luego – le contestó Norberto –, va a hacer un día maravilloso.
Y pensó que quizá no estaba todo perdido, que, a fin de cuentas, las ganancias podían superar a las pérdidas.
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