Me llamo Epaminondas Rodríguez y soy el lector habitual de una amigable tertulia… Bueno, eso ya lo sabéis. Lo que no sabéis es que no lo estoy diciendo yo, sino que estoy leyendo lo que ha escrito el autor de este relato… ¡Coño! Esto también lo ha escrito el autor. Así que no lo digo yo… solo lo estoy leyendo, ¿vale? Me llamo Epaminondas, me llamo Epaminondas, uno, dos, uno, dos. Bueno, ya está bien, que yo no soy un robot, ¿eh? Que yo sé decir las cosas por mí mismo, y entonces digo lo que pienso… pero ¡me cago en la puta!, esto también lo ha escrito ese cabrón de… “el autor”. Vaya, entonces, todo lo que estoy diciendo, a pesar de que digo que lo digo yo, lo dice él, el muy cabronazo.
Pero – me dice el autor -, ¿cómo sabes que, así como tú lees lo que yo he escrito, yo no he escrito esto al dictado de alguien? ¿Cómo sabes que ambos no actuamos siguiendo los dictados de “algo” que está por encima de nosotros? ¿Cómo sabes que yo soy libre y tú no? Y me recuerda una cita del viejo zorro Bertrand Russell: “No tenemos ningún motivo para pensar que seamos otra cosa que un enorme conjunto de billones de átomos que se comportan siguiendo las ineludibles leyes de la Física”. Y si es así, cada uno de nosotros solo puede hacer, decir y sentir lo que determina el resultado de todas las interacciones físicas de esos billones de átomos que forman lo que llamamos “Yo”, quizá erróneamente. O sea, que a lo mejor no hay nadie, ni tú, ni yo, ni ellos, si no que somos marionetas sin alma cuyos hilos mueven las Leyes de la Física, las puñeteras Leyes ineludibles de la Física, que determinan los movimientos atómicos cuya suma es el resultado infalible de una inmensa ecuación de un solo y único resultado: nuestra actitud de cada momento. Es como si nuestra vida fuese una película que vemos en el cine, intrigados por un final que en realidad ya está filmado y espera al término de la cinta para aparecer en la pantalla y mostrarnos el desenlace que se le haya ocurrido a los guionistas… Y nuestros guionistas son las leyes de la Física. Así que no existe el libre albedrío. Todo está ya “filmado”, todo está escrito desde el Big Bang, predeterminado desde el principio de los tiempos…
Bueno, que conste que estoy leyendo lo que ha escrito “el autor” de esta jodida paja mental, así que lo que digo no es de mi responsabilidad. Ni siquiera esto que estoy diciendo ahora. O sea, que incluso al hacer esta objeción, estoy leyendo lo que ha escrito el otro, el maldito otro, que a su vez es muy posible que tampoco sea responsable de lo que ha escrito, porque no puede escribir otra cosa que lo que dictan a sus átomos las cuatro fuerzas de la jodida Física. ¡Maldita Física, hija de la gran puta!
Conque “Por qué existe algo pudiendo no existir nada” ¿eh? Pues vaya faena que nos ha hecho el nuevo contertulio proponiéndonos este tema, picando así a un cabrón racionalista dispuesto a escribir lo que, según él, le dictan sus cochinas Leyes. Puestos así, también podríamos preguntarnos qué coño somos en realidad y por qué el universo se nos manifiesta. Podríamos preguntar qué es el tiempo y por qué transcurre; qué pasó antes del Big Bang y que pasará después de la muerte; y podríamos consolarnos pensando que, del mismo modo que los colores no existen fuera de nuestra mente, ya que son la manera que tiene el cerebro de interpretar las longitudes de onda de la luz, tampoco existe el tiempo, sino que es la forma que tiene nuestro cerebro tridimensional de interpretar la cuarta dimensión del espacio-tiempo… Y también podríamos preguntar, ya puestos, de qué sirve hacerse preguntas que no tienen respuesta.
En fin, que al autor de lo que estoy leyendo le ha debido sentar mal el vino turbio. Porque, joder, qué diarrea mental le ha dado…            
“Por qué existe algo pudiendo no existir nada…” ¡No te jode!