Los siete reos estaban en capilla. Unos escribían sus últimas palabras a la familia, alguno rezaba, otros permanecían silenciosos, sumidos en un pasmo del que no sabían salir. Aquella celda era la antesala de la muerte y ellos lo sabían muy bien.
“… No quiero que dejéis que el rencor os amargue la existencia, hijos míos. En esta guerra todos hemos acabado siendo víctimas: los fusilados y los fusiladores. Unos porque ya no veremos a los seres queridos; otros porque el remordimiento los acompañará el resto de sus vidas. Yo ya los he perdonado a todos, jueces y carceleros, porque cuanto más malos son, más pena me dan…” – escribía don Blas Pedraza, antiguo director de un Instituto y diputado de Izquierda Republicana.
-Por muchos camaradas que fusilen estos fascistas, la Revolución acabará triunfando – afirmaba, muy convencido, Telesforo Vallés, alcalde comunista de Torrent.
-¿Revolución? ¿Qué revolución, la vuestra o la nuestra? – le replicó Floreal, el viejo líder miliciano, con una ironía no exenta de reproche.
-¡Anarquista estúpido! – intervino Calviño, un militar socialista, incondicional de Largo Caballero – La única revolución posible es la nuestra, la de los socialistas y los comunistas unidos. Si vuestro régimen libertario hubiera abolido el Estado, ¿cuánto tiempo habrían tardado las mafias en hacerse con el poder? Lo vuestro es pura utopía. Y encima queríais hacerlo ya, antes de ganar la guerra. Hemos perdido por vuestra culpa.
-Sí –dijo don Blas, dejando de escribir-, pero, ¿de qué sirve hacer una revolución como la soviética, dirigida por una cúpula que se considera infalible y que desprecia la libertad? Stalin extermina a todos los discrepantes, incluso dentro de su partido…
-Eso es cierto – afirmó Jordi, un intelectual trotskista catalán – ¿Qué hicieron los comunistas con nuestro Andreu Nin? ¿Eh? Por eso nosotros queremos hacer una Revolución Permanente, que no descanse nunca sobre los hombros de un tirano…
-Pero, en vuestra revolución, la democracia vale solo de puertas adentro. Los demás partidos tampoco tienen cabida en el sistema – se oyó decir muy bajito a Cosme, un tímido profesor socialdemócrata, amigo personal de Indalecio Prieto.
Don Blas asintió varias veces, interrumpiendo una vez más su escritura.
-El poder corrompe, y todo lo que no se haga desde la democracia, acabará corrompiéndose – dijo con solemnidad -. La vigilancia de la oposición, aunque sea conservadora y burguesa, es indispensable para que el que manda no se deje tentar.
-Sí, hombre – se revolvió Telesforo -. Y viva el Capitalismo, ¿verdad?
-Al Capitalismo habrá que derribarlo, o quizá controlarlo, desde las urnas, no desde la sangre… como quería hacer “Chavito”, matando curas y terratenientes – le replicó don Blas, apoyado por Cosme y, en cierto modo, por Jordi y algún otro.
“Chavito” no se defendió. Acurrucado en un rincón, ocultaba su rostro machacado por la tortura y sollozaba en silencio. Se había pasado la guerra en la retaguardia, dando tiros en la nuca a la gente de derechas. Nunca fue un valiente.
-Ya vienen a por nosotros – advirtió don Blas, mientras firmaba su carta y la metía en un sobre –. Ojalá, la próxima vez, la Izquierda sepa estar unida.
Por el pasillo se oían las recias pisadas del director de la prisión, comandante Zarzalejos, con su fino bigotito, sus gafas oscuras y su eterno gesto de mala leche. Venía con el padre Aniorte, del que se decía que siempre llevaba una pistola del nueve largo bajo la sotana, y con varios guardias civiles de gesto inexpresivo, embrutecidos ya por las innumerables ejecuciones que habían acabado encalleciendo sus conciencias.
-Compañeros, ¡Viva la República! – gritó Telesforo, coreado por todos.
-¡Viva la Revolución! – exclamó después.
Y don Blas reflexionó en voz alta, con un inmenso desánimo:
-¿Qué revolución? – preguntó, y se hizo el silencio.
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