El sabor añejo del Oporto y del Fondillón de Alicante era el único placer no británico que se permitía sobre los manteles en los banquetes que lord Mordecay Leavit-Brunswick de la Rivera daba ocasionalmente en su mansión campestre. Solían ser las cenas que seguían a los agitados días de la caza del zorro, a las que acudía lo más granado de la sociedad de Nottingham. Clérigos de alta alcurnia, militares distinguidos, aristócratas de sangre tan añeja como los vinos del postre y algún  nuevo rico de la industria, devenido vizconde o barón mediante la compra del título a alguna familia venida a menos, se diputaban la gloria de ser los más británicos de todos los británicos presentes. La flema, las buenas maneras a la vez relajadas y severas en un alarde exquisito de equilibrio, las frases ingeniosas más insinuantes que explícitas, los chistes ingeniosos y la cortesía y finura más extremas revoloteaban sobre los manteles inmaculados y las cuberterías y vajillas colocadas en perfecto orden geométrico.

Smith, el mayordomo, controlaba a los sirvientes con la maestría de un director de orquesta, con su inalterable sonrisa artificialmente amable, en cuyas comisuras un observador muy avisado quizá hubiera podido adivinar un cierto aire cáustico, quizá de rechazo irónico. Y es que Smith lo sabía todo, absolutamente todo; aunque su profesionalidad y su proverbial discreción hacían que se guardase para él solo todos los secretos que, como bestias salvajes, se agazapaban bajo la mesa.

Smith sabía muy bien que, si fingía agacharse a recoger alguna pieza de cubertería caída accidentalmente al suelo alfombrado, podría haber sorprendido en plena acción a las pantorrillas del obispo Pibody y de milady Leavit-Brunswick de la Rivera frotándose frenéticamente e, incluso, enroscándose la una a la otra en un acto de desesperada lujuria. Junto a ellos, el coronel Mc Robert sufriría una dolorosa erección en su ajustado pantalón militar cada vez que cruzara su mirada con miss Tolkien-Brauning, hija del marqués de Tolkien-Brauning, que se ruborizaba al recordar el revolcón que tras unos setos se había dado con el militar unas horas antes; y más aún si hacía planes para la tórrida noche que iba a disfrutar si el aguerrido jefe de húsares se colaba en su habitación y en su cama en cuanto acabase el ágape.  Las hermanas Braun de la Belle Maisón, hijas de mister Braun etcétera, nuevo rico de la industria minera de Cornualles y Vizconde de la Belle Maisón por adquisición reciente – buenas libras que le había costado -, estaban sentadas a ambos lados de lord Westley, un jovencísimo poeta y hermosísismo efebo de lacias greñas rubias estratégicamente despeinadas. El rostro del joven se congestionaba por momentos, aunque se esforzaba por mantener la compostura, mientras sus dos jóvenes acompañantes lo masturbaban disimuladamente, por turnos, deseosas de celebrar con él otro trío erótico como el que habían culminado la noche anterior. En cuanto al jovencito Jeremy Blaiton, futuro Barón de Chitpunkake, que había venido en representación de su anciano padre, prefería dirigir su atención a las sirvientas, todas ellas mozas robustas y, seguramente, complacientes, con el fin de indicarle al mayordomo Smith cuál de ellas prefería para que pasara después a sus aposentos, donde pensaba compartirla con algún criado igualmente fornido y complaciente. Hizo una disimulada indicación con la vista y el solícito mayordomo asintió con un gesto apenas perceptible, cerrando el trato.

Sobre el mantel, la alta sociedad victoriana se mostraba en todo su esplendor, con sus maneras comedidas y elegantes, mientras bajo la mesa anidaba un volcán a punto de estallar con sus vapores piroplásticos. Más les hubiera valido a los comensales echar la mesa por el gran ventanal con vistas al jardín, quedarse todos en pelota e iniciar de inmediato la orgía salvaje que todos anhelaban. Pero eso, por supuesto, no era lo indicado. Así que, de momento, el sabor añejo del Oporto y del Fondillón era el único placer reconocido en la cena de lord Mordekay.