Cristina conocía todas las canciones del himnario desde la primera letra hasta la última. Años y años cantando y dirigiendo el coro la habían hecho una especie de leyenda urbano-religiosa en las esferas dominicales. Cantaba los miércoles, los jueves, los sábados y los domingos. Cantaba mientras cocinaba y cantaba mientras planchaba. Su vida era el canto.

Cristina era de apariencia bastante modesta pero afable. Era delgada, con el cabello recogido por los lados con hebillas, de estatura media, y de una sonrisa llena que solo se hacía más plena gracias a las gafas gruesas que utilizaba. Sin embargo, conservaba un toque de vanidad ya que usaba el maquillaje necesario para esconder las arrugas que ya le agrietaban su semblante y visitaba la peluquería al menos una vez al mes. Siempre se le miraba con una falda bastante conservadora con su figura, una camisa manga larga bien planchada, y algún broché.

Sus compañeras de la iglesia soñaban con poder cantar como ella. Todas hablaban de Cristina como si fuese su mejor amiga, posiblemente porque ella daba esa impresión de cercanía y encanto hospitalario. A los ojos de sus amigas, Cristina la del coro era un modelo a seguir. El pastor aplaudía su compromiso con la iglesia y, aunque oficialmente no ostentaba ningún cargo dentro de la organización, su opinión llevaba peso.

Era un jueves por la tarde. Mientras cantaba una vieja balada de los años 70s, Cristina estaba preparando la comida del fin de semana. Su marido estaba ocupado haciendo lo que nadie sabía qué – él no daba razones de sus asuntos privados – y ella adelantaba temas pendientes en su agenda. Esa tarde, ella tenía un compromiso que había hecho hace casi dos semanas y era necesario dejarlo todo recogido. Lo contrario, supondría tener que hacerlo el siguiente día y eso le complicaría un poco el fin de semana por venir, especialmente con las actividades de la iglesia.

– Bueno, bueno… creo que ya está, – se dijo a sí misma.

Por un momento, levantó la cabeza para encontrar la mirada de aprobación de su marido, pero éste estaba ocupado con lo suyo.

La comida estaba preparada, la ropa planchada, y la cocina recogida. Cristina sabía muy bien que se podía ahorrar mucho tiempo contratando a una hermana de su iglesia para que le limpiase y le planchase la ropa – desde luego tenía suficiente dinero para hacerlo – pero confiaba más en sí misma para el trabajo. Contratar a alguien significaría tener que estar pendiente y ella no se creía dispuesta a hacerlo.

– Aquí está; a las 17:30 frente a las puertas del parque.

Tomó el recordatorio y lo dejó sobre la cocina en un lugar visible. Podía haber llamado a su marido, pero sabía bien que a él le desagradaban las interrupciones.

A continuación, se puso su abrigo, se amarró el pañuelo al cuello, tomó la bandera, y salió por la puerta.

El mitin al que iba saldría desde el Gran Arco y caminaría hasta la Plaza Central. Las elecciones estaban cerca y era el momento de hacerse sentir en las calles. Esa jornada electoral era una especie de referéndum sobre las iniciativas de control ambiental y las de acogida de refugiados que habían polarizado la opinión pública. El mitin era para hacer una muestra de fuerza de los ciudadanos hartos de los supuestos favoritismos que el gobierno le hacía a estas políticas “irresponsables y poco realistas”. Cristina se sentía personalmente identificada con este movimiento. Ella, como algunas de sus hermanas de la iglesia, habían leído suficientes testimonios en redes sociales como para estar convencidas que las nuevas políticas no hacían más que amenazar su estilo de vida.

Al principio, Cristina sintió una especie de duda en su corazón. Algunas de sus hermanas eran inmigrantes y ellas jamás cometerían ningún crimen. Sin embargo, cuando ellas le aseguraron que su caso era distinto porque eran creyentes, sintió el alivio de que estaba haciendo lo correcto.

Por supuesto, no consideraba que estaba haciendo algo malo. Ella simplemente pedía que se respetasen las leyes y se dejase de implementar políticas que ponían en riesgo el estilo de vida y la cultura que ella tanto apreciaba. La llegada de inmigrantes solo significaba más extraños por sus barrios mientras que las políticas ambientales, solo traerían más impuestos. Así se lo decían y ella así lo creía. Era necesario poner a coto a la administración. Era la hora de marchar.

A las 17:30, Cristina estaría frente a las puertas del parque y luego, a las 19h, caminaría hasta la iglesia para comenzar con los ensayos del coro. Tocaba aprender una canción nueva, pero ella quería practicar las de siempre.